Tarde porque me regalé tiempo para tomar fotos y porque me detuve a acariciar algunos perros callejeros que encontrè en el camino. O tarde porque sencilla y oposicionalmente me resisto a caminar para donde me dijeron que camine. Las figuras de autoridad, el canal Discovery Investigation, la retórica de Arjona y una que otra experiencia de vida juegan el papel de detonantes para exponer a la persona terca y extremadamente antagónica que soy cuando me enojo.
Sin embargo, puedo decir que conmigo ha pasado como en el versìculo ese en donde el buen Jehovà convirtió el agua amarga en dulce (Éxodo 15:22).
A estas alturas, el desierto cuaternario y las múltiples quemaduras en la planta de los pies me han enseñado que la libertad tiene un altísimo precio, que toda autonomía implica serias consecuencias y que jamás será lo mismo ser libre que ser libertario (y que Dios nos guarde de estos últimos).
En mi contexto actual, creo abiertamente que las narco-iglesias son el opio del pueblo y que esto es un hecho contundente en cada rincón de este continente alienado, pero también puedo decir que el contexto tan complejo en el que vivimos es el que nos acerca a Dios, aunque Dios y la iglesia tienen poco –o nada– que ver.
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Soy de las personas que a pesar de sí mismas y sus múltiples pecados (de acción, pensamiento y omisión) se sienten infinitamente bendecidas. Digo, conozco de Dios porque hemos cruzado miradas en un par de ocasiones: cuando estuve a punto de perder mi casa y cuando estuve a punto de perder la vida.
Impresionantemente, es cuando te aterroriza perder que te encontrás creyente. Perder para encontrar: sea la casa a partir de una deuda que creías impagable o sea la vida por un parto infernal. O como dijo alguna vez el patojo que atendía la tienda de mi antiguo barrio después de explotar un mortero gigante y sonoro: “te volvés cristiano del susto”.
Y el susto –como tal– es una emoción básica. Las radicales promesas de cambiar cierta actitud, dejar de beber alcohol o diezmar vienen después de encarar la posibilidad de perder aquello que creés imprescindible. Cuando no solo la ves venir, sino suenan las primeras notas del waltz que bailarás con ella, según el dicho popular.
«Vos, ¿cómo hacer terapia con este que no cree ni en Dios?» discutía mi maestro Yoda de la psicología y la conducta humana. En fin, según esta noble ciencia, un ser sin mar en donde anclar la esperanza está más perdido que Adán el día de la madre.
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Soy mujer de espiritualidad indefinible,no gociable e intransferible. Una que aprendió a rezar el rosario y también a sumergirse en un mikve para posiblemente apaciguar su espíritu inquisitivo y caudaloso como el Jordán. «Fría como el viento, peligrosa como el Marx», parafraseando a Luis Miguel con su melodiosa voz de paloma que quiso ser gavilán. La que a regañadientes invierte la mitad de su salario en el Opus Dei y se ha vestido de blanco ante los altares de bautizo, comunión y boda, pero que también guarda la túnica blanca para cuando toque disfrazarse de Princesa Leia. La que implora conocer la misericordia de primera mano y que está convencida que el respeto a la diversidad es la voluntad divina y lo asume como bandera.
Esta simple mortal, la hija psicóloga de una mujer luchona como la descrita en Josué 1:9 y el masón comunistoide, busca cruzar el río de la fé para llegar a esa tierra espiritual que promete leche y miel. Cruzar el río como lo hacen tantos migrantes chapines para escapar del infierno en el que viven. Aquella a quien Dios siempre ayuda, aunque no madrugue.
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