En entregas anteriores hablábamos de los rostros de una democracia tutelada, es decir, procesos que, aunque consolidan elementos muy básicos de calidad democrática, no tienen la fuerza propia para profundizar la transición y requieren, de hecho, una tutela externa. En términos generales, los procesos de reconstrucción institucional pasan por allí. Varían las formas, pero el principio es el mismo. Alemania y Japón (como esos dos contextos tan referenciales de la reconstrucción posconflicto) atravesaron procesos de tutela que no duraron menos de una década. Así, es muy fácil darse cuenta de que el accionar de los denominados poderes de tutela que accionan sobre la democracia guatemalteca posiblemente debería extenderse más allá del 2019. Difícilmente los cambios estructurales guiados suceden antes. La distinción que debe hacerse en este caso recae en los contextos: una cosa es una transición de cero hacia algo, y otra muy diferente es un proceso de transición democrática que parece fallido aunque juegue con ciertas reglas democráticas. La tutela, en efecto, es distinta, pero en ambos casos debe influir en los actores relevantes para generar los cambios de larga duración (o estructurales).
Hay algo que los procesos de tutela no pueden hacer: tomar las decisiones que corresponden a los actores políticamente relevantes, así como a las élites. La presencia de la tutela es necesaria para orientar sistemáticamente el proceso, pero, de una u otra forma, los actores que denominamos élites (y en este caso hay que trascender la lógica antioligárquica) deben adquirir conciencia de la seriedad del momento que viven.
De nuevo, en el proceso de reconstrucción europeo (concretamente en Alemania) se puede pensar en el rol histórico de Konrad Adenauer (canciller de 1949 a 1963). Adenauer llevó a cabo el durísimo proceso de desnazificar el Estado Alemán. Sentó las bases de una Alemania que nunca más optaría por la ruta del fascismo. Romper de forma draconiana con el producto de 15 años de fascismo le generó enemigos y pocas simpatías (incluso en su partido), pero fue una decisión de estadista. Podemos pensar también en el socialdemócrata y también excanciller alemán Willy Brandt (Herbert Ernst Karl Frahm, canciller entre 1969 y 1974), quien, al arrodillarse públicamente frente al monumento al gueto de Varsovia, logró que el pueblo alemán terminara de aceptar su culpabilidad histórica. Una foto de ese histórico momento, conocido como la Genuflexión de Varsovia, puede verse aquí. Se puede citar también el rol histórico que juega Jean Monnet, que tuvo la idea de crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (estructura encargada de promover la gestión común de esos recursos estratégicos en lo que sería la actual Unión Europea). Todo esto suena muy técnico, pero Monnet simplemente les recordó a las élites europeas de la posguerra uno de los principios básicos del humanismo cristiano: la solidaridad. De ese modo, en aras de no retornar al pasado fascista, para los alemanes era mejor llevar en hombros el proceso de compartir el acceso al mercado del acero si con eso la región se volvía pacífica. Difícil plantearlo y complicado implementarlo, pero valió la pena.
Pero también las decisiones fundamentales de hombres de Estado las han hecho otros que no eran ni demócratas cristianos ni socialdemócratas ni europeístas católicos. Los comunistas españoles, al momento del retorno a la democracia, fueron maduros para aceptar legitimar el instrumento burgués. Es interesante leer en las memorias de Santiago José Carrillo Solares (líder del partido comunista español en la víspera de la primera elección democrática) que, si bien le disgustó tener que participar bajo las condiciones electorales de la transición, él y su partido terminaron de entender que ese paso era el inicio del entierro del franquismo. Porque, si los comunistas no participaban en las elecciones, cualquier facho podría luego deslegitimar las primeras elecciones democráticas argumentando que no fueron del todo incluyentes al no darles espacio a los partidos proscritos.
Al final del día, más que hablar de los poderes de tutela, se espera que los actores relevantes comprendan la necesidad de lograr un pacto de élites. Habrá quien proteste para oponerse al rol de las élites, pero, repito, la lógica antioligárquica no es la única metodología válida. Además, hay que reconocer que los movimientos sociales (tanto los de larga data como los recientes) no siempre tienen claro el funcionamiento de los sistemas políticos, las demandas y sus implicaciones. De hecho, el paso de la Alemania nazi a la Alemania democrática (y nunca más fascista) fue una pacto de élites y menos una petición popular, pues, como lo revela claramente el texto de Heinrich Böll Opiniones de un payaso, la sociedad alemana de la posguerra tuvo que aceptar a regañadientes la colaboración con un régimen brutal. Son las élites las que tienen la imperativa responsabilidad de darle un timonazo al barco.
Pero, para que haya un pacto entre élites, tiene que existir un acuerdo de mínimos. Y este no se genera entre los extremos, sino entre los sectores más moderados del espectro ideológico, es decir, aquellos que pueden sentarse a la mesa y reconocen que quizá no serán mejores amigos ni compartirán las tertulias del domingo, pero que, por la coyuntura que se vive, pueden coincidir en aspectos mínimos de una agenda. Algunos puntos: la Cicig está aquí para quedarse (guste o no), pues temporalmente es la mejor receta contra las mafias enquistadas en el Estado; si no gusta la cooperación, entonces hay que mejorar las condiciones fiscales del Estado; los vicios políticos del pasado no van más y los partidos políticos deben ser fiscalizables; el financiamiento público es una necesidad; la fragmentación del Estado de partidos no es útil; la Ley de Servicio Civil tiene que reformarse, y la carrera judicial es fundamental. No hay muchas vueltas que darle al asunto. En el caso de Guatemala esto es fundamental porque la situación es muy compleja en razón de que, si bien se evita la consecutiva interrupción del mandato presidencial, hay muy pocas posibilidades de que la actual clase política produzca las reformas necesarias.
Ninguna reforma será perfecta. Ningún proceso de negociación y de discusión nos va a dar la inmaculada pieza de ley. Habrá aspectos que quedarán fuera. Con esto en mente, va siendo hora de que los actores políticamente relevantes y las élites (de izquierda o de derecha) que se entienden demócratas, comprometidos con depurar el sistema, generen el pacto antiimpunidad para luego empoderar el eje de reformas. Si los sectores progresistas en ambos bandos se alejan de los dogmas, de las visiones radicales y de sus ideólogos talibanes (es decir, admirar menos a un Fidel Castro, a un Pinochet, y más quizá a un Konrad Adenauer), entonces tal vez hay alguna esperanza para el país.
El reto, para empezar, es al menos lograr articular la expresión: «Coincidimos».
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Post scriptum. Sirva este espacio para recordar al buen Álvaro Velásquez, quien entendió muy bien esta idea de coincidir y dialogar.
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