Durante muchos años, de verdad, creí en estas palabras propias de la sabiduría popular. Pasado el tiempo, sin embargo, me he cuestionado porque, ¿qué queda en la vida si ya se hicieron estas tres cosas? Poco o casi nada. Así que lo mejor sería que a este listado se agregaran al menos otras 997 actividades —incluidos los mil libros que hay que leer, los mil discos que hay que escuchar, las mil películas que hay que ver, las mil series que hay que terminar, los mil sitios que hay que visitar, los mil abrazos que hay que dar y recibir de distintas personas, las mil tareas que hay que resolver, los mil amaneceres y atardeceres que hay que contemplar, los mil días en que hay que meditar, las mil ocasiones en que hay que dar con generosidad y recibir con alegría—todo eso que hay que realizar, precisamente, antes de morir. Con este panorama a la vista, quedaría poco tiempo para perder la motivación y los deseos por crear un mundo mejor.
Digo esto, porque fue precisamente lo que pensé mientras ciertas circunstancias confabularon para que hace poco viviera una de las experiencias más profundas y asombrosas de los últimos tiempos. Este hecho que no deja de maravillarme se dio de manera fluida y natural. Primero, porque, aunque a algunos les cueste creerlo, decidí ir por primera vez al cine luego de la pandemia (es decir, mi última vez en una sala de cine fue en diciembre de 2019). Así, busqué qué ver en la poca oferta cinematográfica del medio guatemalteco. Sucedió entonces el inicio del impresionante suceso: resulta que para los domingos 19 y 23 de abril de este año se programaron las presentaciones del filme que surgió a partir de varios conciertos de Coldplay en River Plate, Argentina. El filme integra, entre otras, la primera versión en vivo del cantante Jin, de BTS, quien cantó ya casi al final, The Astronaut. Se proyectó de manera simultánea en más de 70 países en unas 2000 salas de cine.
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Amo la música y me gusta, sobre todo, el rock & roll. Pese a ello, no he logrado desarrollar mis habilidades auditivas que aún están parcialmente dormidas. No obstante, el espectáculo que presencié en la pantalla grande, en Miraflores, es una de las experiencias más gratificantes de mi vida. Con todo y lo lejana que a veces sintamos y nos parezca la cultura anglosajona, por el solo hecho de pertenecer a esta región de Occidente, y con la alienación que ello implica, sentí en principio una especie de orgullo. Esa sensación que surge cuando se presencia un espectáculo que está tan bien hecho, que se vea por donde se vea, no existe ningún detalle al margen.
El filme es una verdadera obra de arte. Presenciarlo ahí siendo una espectadora más me recordó cómo en el pasado vi algunos conciertos de Pink Floyd en pantallas más pequeñas, por ejemplo. En este la tecnología, los juegos de luces, el sonido y las actuaciones extraordinarias de los músicos de la banda hicieron que, quienes lo estábamos viendo, nos sintiéramos como si realmente hubiésemos estado presentes ahí, en River Plate.
En el cine quedaron unas pocas butacas vacías. Los espectadores nos emocionamos al punto de aplaudir varias veces. Reímos. Gritamos Lloramos. Cantamos. Hubo una sinergia espectacular, una sincera luz rodeándonos por fuera e iluminándonos por dentro. Por unos cuantos minutos vibramos al unísono de la música y su mensaje. La plena sensación de ser total y completamente humanos.
Un mundo mejor es posible si en él se hacen las cosas como debe ser, con excelencia. Si a ello le agregamos la frase del final del concierto, que en realidad es el inicio y fin de todo, aún mejor: «Cree en el amor», «Believe in love».
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