Y, como ya pasó en esos otros países (y en la misma Colombia en 2019), los aparatos de inteligencia acusan sin mayores evidencias a agitadores extranjeros —venezolanos y cubanos particularmente— y a las FARC y al ELN de ser los responsables de los ataques. Si al inicio de las movilizaciones del 2019 Piñera dijo en Chile que esa era una guerra, Duque, el presidente colombiano, afirmó que todo era una conspiración de los terroristas urbanos. Y, claro, en una época difícil para la población la xenofobia ha ganado espacio y, según las autoridades de Cali, los vándalos son los venezolanos, esos que por cientos están migrando en busca de trabajo, pues el criminal bloqueo estadounidense ha debilitado significativamente la economía de su país.
El fosforazo a las movilizaciones lo dio el Gobierno al presentar una reforma fiscal que, en síntesis, pretende gravar a las clases medias y populares estableciendo un impuesto a las rentas bajas e incrementando el IVA de los bienes de consumo básico y de la gasolina. Posiblemente, considerando los duros efectos económicos de la pandemia —Colombia no tiene, como Guatemala, un ejército de migrantes que se sacrifiquen enviando remesas para así equilibrar la balanza de pagos—, el gobierno de Duque creyó que los sectores populares no tendrían ánimo para oponerse, pero sus cálculos resultaron errados.
El descontento popular ya se había mostrado con fuerza en 2019, cuando las fuerzas de seguridad, siguiendo el ejemplo de sus vecinos, reaccionaron violentamente contra la población. La llegada de la pandemia produjo una calma chicha que se agotó con el anuncio de la reforma fiscal.
Ante las masivas movilizaciones, el presidente Duque retiró su propuesta, pero, muy al estilo de Lenin Moreno en Ecuador, solo lo hace para ganar tiempo, pues, con el agua hasta el cuello e incapaz de hacer pagar más a los que más ganan, le urge tener mayores ingresos fiscales para satisfacer, entre otras cosas, a sus voraces fuerzas armadas, que le piden comprar aviones de combate por una cantidad de casi el 60 % de lo que se recaudaría con la supuesta reforma fiscal.
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Pero, si en Ecuador el movimiento indígena, que lideró las protestas contra el acuerdo con el FMI, reculó luego de retirado y se conformó con una candidatura electoral conservadora que finalmente solo sirvió de apoyo para que las derechas neoliberales se hicieran con el poder y articularan ya ese acuerdo, en Colombia el Comité de Paro, abierta, seria y coordinadamente liderado por las dirigencias sindicales, indígenas, estudiantiles y del sector salud, no se ha conformado con el retiro de la propuesta de reforma fiscal y la renuncia del ministro de Finanzas que la promovía, sino todo lo contrario: las movilizaciones continúan, cada vez más masivas y organizadas, ahora exigiendo que se enjuicie a los policías y militares que asesinaron a por lo menos 24 manifestantes y que se resuelvan de otro modo los desajustes macroeconómicos, demandas que tienen al Gobierno contra la pared.
La violencia ha sido tal que artistas famosos colombianos como Shakira salieron a condenar públicamente los atropellos, a los cuales se han sumado voces extranjeras como la del puertorriqueño Residente y la del panameño Rubén Blades, quienes exigen que pare la represión y se juzgue a los perpetradores.
Colombia, según la revista Forbes, es, para 2020, el país más desigual de América Latina. Es decir, su sector pudiente, no necesariamente capitalista porque no reinvierte sus ganancias, acapara la mayor parte de la riqueza, mientras que los pobres son cada vez más pobres. Como consecuencia de la pandemia, pero no solo por ello, este mismo año la pobreza creció 7 % y llegó al 42.5 %, porcentaje de población en esa condición. Esto último tiene un fuerte efecto social, pues es evidencia de que familias de clase media que disfrutaban de cierto nivel de consumo no están pudiendo alcanzar lo básico, cuestión que alimenta fuertemente el descontento.
Nuevamente las fuerzas políticas se mueven a partir de los intereses que representan. Así, el expresidente Uribe, vocero y líder de los intereses de los sectores agroexportadores más conservadores y violentos del país, se manifestó en Twitter en apoyo al uso de armas letales por parte de la policía para impedir las manifestaciones, al punto de que los administradores de esa plataforma lo obligaron a retirar el tuit. Uribe pertenece al sector más violento y corrupto de la derecha latinoamericana. Recientemente, la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) estableció que, durante el gobierno de este, entre los años 2002-2008 —cuando modificó la Constitución Política para poder reelegirse—, se produjeron por lo menos 6,402 asesinatos de personas civiles conocidas como falsos positivos, pues eran presentados por los jefes militares como supuestos guerrilleros para obtener beneficios particulares que iban desde ascensos hasta premios en efectivo, estimulados por los altos mandos a presentar mensualmente bajas del enemigo, y no detenciones. Uribe sabía de ello, aunque ahora, al clásico estilo riosmonttista, niega su responsabilidad.
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Mientras tanto, Cesar Gaviria, expresidente colombiano (1990-1994) y actual líder del Partido Liberal —oposición—, mucho menos belicista que Uribe y un poco más progresista, ha exigido al Gobierno que cuanto antes se siente a dialogar con los líderes del paro, cosa que Duque tiene en baño maría, pues sus diálogos para detener la crisis han comenzado con la cúpula empresarial y el Organismo Judicial, pero tiene sin fecha el posible encuentro con quienes cuentan con el respaldo masivo de la población, posiblemente apostando al enfriamiento de la rabia social para imponer su reforma. Pero Gaviria ha ido más allá y ha afirmado que solo apoyaría un proyecto de reforma fiscal —con los diputados de su partido en el Congreso— «si es para gravar a los más ricos del país y que esos recursos [sic] tengan una destinación específica: los más pobres y para atender la pandemia», que es en otras palabras lo que los líderes del Comité de Paro demandan.
Colombia, pues, es el nuevo foco de tensión y de movilización social en la región. La agenda de demandas es bastante clara y, dada la parsimonia gubernamental para proponer soluciones, todo indica que puede ir en aumento. Queda claro, además, que, cuando hay un liderazgo claro al frente de las movilizaciones, estas pueden tener un horizonte más amplio de logro, pues, si bien puede ser que esta vez apenas consigan el retiro de la reforma fiscal y los intentos por modificar —privatizando— el sistema de salud, la organización social se ha afianzado para alcanzar luego conquistas mayores, tal y como lo han demostrado los sectores progresistas chilenos.
Colombia, en muchos sentidos, está más próxima a Guatemala que Chile, por lo que el pacto de corruptos y sus aliados deberían ir poniendo sus barbas en remojo, mientras que los movimientos sociales y políticos y la sociedad civil deberían estudiar lo que allá sucede para aprender de sus éxitos y errores.
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