Como era de esperarse, los muchachos, espantados, corrieron a indagar los daños e intentaron que la queja no llegara hasta nuestros oídos, puesto que no es permitido jugar pelota en las oficinas. Fue un joven del grupo quien llegó a contarme. Hablé con ellos e investigamos bien los hechos. Por otro lado, el propietario de la moto llegó muy molesto, y con razón, para que se resolviera el problema que habíamos ocasionado. Reparamos económicamente el perjuicio ocasionado (de nuestro bolsillo). El propietario de la moto nos tuvo mucha consideración.
No pudimos tomar la experiencia como una oportunidad de dar a todos una lección de vida: de esas que se guardan para siempre y nos marcan como personas. La mamá de Juan, quien pateó el trágico gol dentro de un edificio público, trabaja desde muy temprano hasta muy tarde en la noche para poder acceder a un salario muy por debajo del mínimo, por lo que sabíamos que le iba a ser sumamente difícil hacerse cargo de la reparación. Además, el joven se encontraba bajo nuestra responsabilidad cuando ocurrió la desobediencia.
Organizamos un consejo de honor entre los líderes. Pusimos a prueba a los chicos para que ellos, en discusión abierta, analizaran el problema, buscaran la solución y, de ganancia, obtuvieran el aprendizaje. De esta experiencia aprenderíamos todos. Construiríamos educación en lugar de imponerla. Nos sorprendió la manera en que el grupo completo analizó y maduró el asunto e impuso la penalización.
Acordamos que, para no acarrearle más problemas a la familia, resolveríamos en la biblioteca la manera en que este joven y su compañero de juego generarían el dinero para hacerse cargo del costo de la reparación.
Decidieron amonestar al chico, por reincidencia, con el peor de los castigos imaginables: un mes completo sin asistir a la biblioteca para que aprenda que todo tiene consecuencias.
Resolvieron imponer la pena de forrar 100 libros de consulta con el fin de protegerlos, como resarcimiento a la biblioteca por los problemas causados por la falta de respeto a sus normas. El joven debería forrar los libros en sus ratos libres.
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Pasaron los días y nuestro Juan no volvió a llegar. Se retiró y desaprovechó la oportunidad de que lo ayudáramos a vender café y refacciones. ¡Simplemente desapareció! Aunque a mí especialmente me daba tristeza, sabía que él había tenido en sus manos el derecho de elegir.
Un par de mases más tarde, a las 10 de la noche, recibí una llamada en la que me preguntaban si yo estaba en casa. Una vecina me avisaba que una familia completa estaba en el portón esperando que la atendiera. Me asusté. Esas cosas son señal de que algo grave ocurre, pensé, pero me encontré con estas hermosas palabras:
«Seño, disculpe que venga a esta hora, pero es la hora en que regreso del trabajo. Queremos agradecerle el hecho de haberse responsabilizado en su momento del gasto que la desobediencia de mi hijo ocasionó. Yo no habría podido pagarlo. Quiero agradecerle también que hayan querido ayudarlo. Yo estuve preparándole temprano, todo este tiempo, una olla de atol para que mi hijo saliera al parque a vender muy de mañana. Le fue difícil porque algunas veces tenía muchas tareas, pero despacito conseguimos estos Q200.00 y hoy, muy agradecidos, se los venimos a entregar. Sabemos que faltan Q100.00. Mi hijo quiere regresar a ser parte de los programas de educación y liderazgo».
No cabe duda de que formar integralmente a estos jóvenes es una tarea de todos. En esta oportunidad nos tocó forzadamente confiar en que hemos realizado una buena labor sobre tomar las decisiones correctas. Funcionó de una manera maravillosa, ya que la familia nos respaldó. O, mejor dicho, ya que nos respaldamos mutuamente para formarlos con amor.
El proyecto está logrando demostrar con cambios pequeños —pero comprometidos en la educación integral de calidad— que es posible formar jóvenes responsables, honestos y conscientes con un bajo presupuesto y desde la laicidad.
Bienvenido, Juan. ¡Te extrañamos mucho!
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