Ni playa ni arena ni verano: Semana Santa me sitúa en las ventas de piscinas y demás chunches plásticos de la Aguilar Batres. En la zona 11, justo allí donde coincide la calzada con el Periférico. El colorido display, el olor a plástico asoleado. «Papa, compranos una de esas», pido yo, con trenzas y dientes recién estrenados, señalando la piscina más grandota. «Va, pero la inflás vos». «No aguanto». «Entonces no». Y en la radio del viejo Toyota café sonaba —añadiendo fondo al momento que luego se convertiría en recuerdo— la voz de rumor de caracola de la Jurado: «Como una ola».
«La que es vuelve. Y vuelve con más ganas», dice el popular dicho.
«Ley de eterno retorno», la llamó Nietzsche, si es que nos queremos poner un poco más filosóficos.
Las incesantes olas, para hacerlo más veraniego y tropical.
Acontecimientos, pensamientos, sentimientos, ideas que se repiten.
Va una, van dos, va vez tras vez, en el mismo orden, en un ir y venir infinito e incansable. Termina y empieza. Empieza y termina. Y va de nuevo.
Según este «eterno retorno», existe un principio del tiempo y un fin que vuelve a generar a su vez un principio. Todo lineal, los mismos acontecimientos se repiten en el mismo orden, tal cual ocurrieron, sin ninguna posibilidad de variación.
La cuarentena se siente así, como un horizonte de retornos infinitos y eternos.
Despertar sin levantarse, andar descalzo y sin prisas, tomar café y ver el noticiero sin saber si es la mañana o el anochecer, planear en vano, no medir el tiempo. Es justamente esta eternidad horizontal e infinita de la cuarentena la que me ha estado enseñando a apreciar la cotidianidad y a disfrutar del sencillo placer de ser.
Y esto lo entiendo desde mis circunstancias privilegiadas: soy una mujer que tiene trabajo y salario fijo, una que, aunque no tenga seguro, de seguro conseguirá hospital y medicina de ser necesario, una que se puede quedar en casa y filosofar sobre la vida porque está aburrida.
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Guatemala se siente así, como eterno retorno de lo mismo, como un destino jodido de retos insuperables y brechas abismales.
Colgando de un hilo, enfrentando un futuro que ha sido lúgubre desde siempre, sobreviviendo con la única certeza de que la chingada ha incluido al país en su ruta de paso diario.
Y aquí estamos, una y otra vez, en crisis extrema, pero aferrándonos con todas las uñas a la vida. Sabiendo que adaptarnos a la adversidad es la única forma de salir a flote. Tan acostumbrados a la muerte que hasta cariño le tenemos ya.
Hoy es un excelente ejemplo de esto: Viernes Santo, la muerte de Jesús. Y los chapines celebramos el día de la crucifixión con trajes morados, alfombras de flores, marchas y algodones de azúcar. Y será porque la muerte es amiga y Jesús cae bien que ni una pandemia mundial nos detiene. O será que, de tanto palo asumido, ya no le tenemos miedo a nada. Sobrevivir porque no queda de otra, vivir como que no hay mañana porque no sabemos si habrá.
Las noticias entrevistan a una vendedora ambulante que continúa trabajando muy a pesar de las circunstancias: «A mí no me da miedo esa cosa [el virus] porque para eso nacimos, para morir». Y yo pienso que ella debería ser Miss Guatemala porque es la voz de todo un pueblo y porque tiene toda la razón y porque sobrevivirá como lo hizo Jesús y porque desde el día de su nacimiento se pelea un pedazo de pan con el diablo y les ha perdido el miedo tanto al diablo como al hambre.
Dicen los psicólogos que la resiliencia es sacarle provecho a la desgracia. Y yo digo que esta es ya producto de exportación chapín: la gente va a la playa y lleva ramos de flores en mano a pesar del virus, la muerte, la crisis, el toque de queda y el distanciamiento social. Y lo hace como una afrenta a la muerte. Porque ella no podrá con nosotros. Porque siempre sobrevivimos. Porque los chapines somos como el plástico de las piscinas asoleadas: eternos, indestructibles y divinamente coloridos.
(Continuará).
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