Cuando ocurre una tragedia de esta magnitud, no dejamos de dolernos y preocuparnos. Pocas veces intentamos percibir un poco más. El verdadero problema no es propiamente la decisión ni la pérdida de la vida de ambos por sí mismas. Es que este trance desesperado no es más que la consecuencia de una cadena de acontecimientos sucesivos sobre los que habitualmente nos hacemos de la vista gorda. La preocupación nuestra como humanidad debería ser la prevención de las condiciones que arrinconan a las mujeres madres en nuestra sociedad.
Indistintamente con madres casadas o solteras, la sociedad tiene una materia ética reprobada en cuanto al reparto equilibrado de las tareas, tanto las domésticas como las relativas a la crianza de los hijos. La sociedad imputa a la mujer, con exigencia, un rol perfecto como cuidadora y única responsable de la formación y el bienestar de sus chicos. Los hombres no tienen semejante mandato. La misma sociedad que censura a un niño que quiere jugar muñecas porque se puede volver amanerado obliga a las niñas a hacerse cargo de su padre, su abuelo y sus hermanos. Es importante que los papás dejen de relegar su papel como corresponsables en la crianza, la educación y el desarrollo integral de los hijos.
El ser humano es social por naturaleza. Necesitamos de los demás para sobrevivir. Desde la prehistoria hemos optado por vivir en distintas clasificaciones de células colectivas, desde familias, clanes y tribus hasta las mismas pandillas en las sociedades modernas. En la agitación propia de la vida actual, el apoyo desde nuestras propias órbitas sociales se torna imprescindible para poder fortalecernos como sociedad. La concepción que considera a la familia tradicional —madre, padre e hijos— y a la familia extendida la base fundamental de la sociedad se está quedando corta para familias monoparentales, por ejemplo, en cuanto a la disponibilidad de tiempo, la atención y el respaldo que las actividades, la distancia o los recursos nos permiten ofrecer a los nuestros.
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¿Cuántas madres requieren colaboración en el cuidado de sus bebés? Las mujeres cargan sobre sus hombros la obligación de rendir en el trabajo como si no tuvieran hijos y en casa como que no trabajasen. He conversado con madres abandonadas por su pareja que no cuentan con un empleo, que no tienen cómo mandar a los hijos a la escuela y a quienes desalojan del cuarto que alquilan, en el que tienen varios meses de no poder pagar la luz: esas madres que no tienen ni una tortilla para que los hijos coman y que se consideran afortunadas por el simple hecho de que alguien las escuche. Sin embargo, la sociedad hace más esfuerzos por señalar a una madre que comete un error o a una cuyo hijo está en problemas que en intentar ser un mecanismo de respaldo colectivo.
Para la crianza es necesario un círculo de contención alrededor de la madre. Formando niños bien atendidos con salud, con vínculos afectivos, con seguridad alimentaria, ganamos todos. Quienes decimos esto también hemos tenido esa necesidad y por eso sabemos lo valioso que es apoyar a otras familias. Nuestra prioridad debe ser cuidar la vida. Nada debe estar por encima de ello. La indiferencia nos sumerge en la pobreza y en la desesperanza porque vivimos plegados al exclusivismo. Los padres, la familia y la comunidad debemos asumir un compromiso moral en aras del beneficio común.
No es que personalmente tengamos la responsabilidad de evitar que alguien se quite la vida, pero, por pequeña que sea, nuestra intervención y colaboración oportuna y estrecha en los asuntos comunitarios puede ayudarle a alguien a ver que hay otras opciones para mantener el bienestar. No podemos salvar a todos, pero todos podemos apoyar a alguien —una familiar, una vecina, una empleada doméstica—, aunque sea contrayendo la responsabilidad en el propio núcleo familiar o respetando el horario de salida del trabajo de quienes todavía deben ir a casa, luego de la faena, a revisar las tareas, a lavar la ropa, a hacer la cena y a cargar con los señalamientos de una sociedad injusta que las condena sin intentar entender.
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