Esta sincera duda (que, a decir verdad, sigue persiguiéndome) bajó, como nada, mis ratings de popularidad como recién estrenada nuera. «No, nunca aprendí a tortear. A cocinar tampoco», me escuché diciendo. «Pero seguro con usted aprenderé», dije después para —según yo— sacar la pata de la olla de curtido. Agria realidad: su primogénito le había fallado trayendo a casa a una patoja inútil, huevona, servida, bocona y embarazada.
Dicen que la palabra nuera se deriva de l...
Esta sincera duda (que, a decir verdad, sigue persiguiéndome) bajó, como nada, mis ratings de popularidad como recién estrenada nuera. «No, nunca aprendí a tortear. A cocinar tampoco», me escuché diciendo. «Pero seguro con usted aprenderé», dije después para —según yo— sacar la pata de la olla de curtido. Agria realidad: su primogénito le había fallado trayendo a casa a una patoja inútil, huevona, servida, bocona y embarazada.
Dicen que la palabra nuera se deriva de la expresión no era. No era la que yo quería como compañera para mi hijo. No era la que yo anhelaba para madre de mis nietos. Y sí. Evidentemente, yo estaba lejísimos de la expectativa que en ese momento tenía mi recién adquirida familia política.
Política. Me parece más que congruente este apelativo para aquellos parientes impuestos por ley. Con la suegra compartí tiempo y el amor que ambas sentimos por su hijo, pero después de dos décadas y un complicado divorcio esperé que se acercara para saber si mis hijos estaban bien, si podía ella ayudar en algo. Hoy sé que el silencio omisivo de su parte se ha curtido y agriado como enorme plato de fiambre. Y, pues, que tenga ella un buen provecho. Nunca supe si llegó a quererme o no, pero eso ya no importa. Lo que sé es que la llamé familia por casi 20 años y, como reza el tango, que 20 años se convirtieron en nada.
La vida nos brinda la valiosa oportunidad no solo de ser espectadores desde el palco, sino también de interpretar sobre escena al mismo personaje y de utilizar situaciones del pasado para darle una magistral vuelta a la tortilla. Me imagino a Dios muy entretenido viendo cómo en una fecha tan cercana al fiambre recibo la noticia que me oficializa como señora: hoy conoceré a mi nuera.
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Y qué importante ocasión es esta porque implica asumir la adultez en dos diferentes formas: hoy se hace evidente que soy toda una señora y que mi hijo es todo un adulto. Adulto que trae a la novia a conocer su casa. Señora que primorosamente arregló la mesa con flores y vajilla para recibir a la invitada. Señora expectante y satisfecha. Señora que arregla el cuello de la camisa de su hijo adulto y le hace alguna broma al patojo solo para no ponerlo nervioso. «¿Puedo decir malas palabras cuando esté ella aquí?». «Sí, Ximena. Ella también las dice». Qué alivio. Y aunque el olor a suegra me lo traía ya cercano desde hacía años, hoy, que se concreta esta visita, la vida parece tomar nuevas direcciones.
No sé cómo voy a saludarla. Porque «bienvenida; alguna vez oré por ti, cuando era yo aún una casada, decente y asidua señora de iglesia» suena demasiado rebuscado aunque sea completamente cierto. Nada de fotos de bebé desnudo ni anécdotas vergonzosas para poner en ridículo a mi hijo. Nada de complicidades forzadas. Me limité a un «hola» y a la sonrisa cálida y honesta de siempre.
«Te doy la bienvenida sin importar el tiempo que te quedes (ya ves que el tiempo al final es nada). Quiero decirte que también es mi primera vez, que estoy aprendiendo, que me gusta saber que estás acompañando a mi hijo, que no espero que lo hagás feliz (porque eso le toca a él) y que venís a este caos en el momento justo», digo para mis adentros en consciente omisión.
No le pregunté casi nada, pero la escuché y hasta nos carcajeamos un par de veces. Al despedirnos la abracé con sinceridad y le dije: «Patoja chula, gracias por querer tanto a mi hijo». Y ella asintió con la mirada. Yo también estoy aprendiendo.
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