«Yo mandaría de noche al ejército para tomar las aduanas. Al día siguiente no dejaba entrar a ningún empleado, pues todos estarían despedidos. A los presos los mandaría a trabajar al campo, a producir, y quien no trabaje duerme en el suelo y ni come ni tiene visitas… Despediría a media policía y agarraría patojos nuevos… y marero visto, marero muerto. A los indígenas, yo los pondría en agricultura con cuotas de producción… A los estudiantes de secundaria…». Vaya, vaya, por fin un político con plan de trabajo, pensé, pero también decidí que no valía la pena comentar aquel rosario de genialidades con óxidos y sarros fachosáuricos, invalidez legal, racismo y prejuicios propios de sociedades con capacidades mentales disminuidas.
Quién sabe qué cara me vio la anfitriona, que llegó a rescatarme. «Así que haciendo nuevos amigos», me dijo socarronamente.
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Aquel encuentro da qué hablar. Una triste conclusión es que, visto lo visto, sus ideas tendrían más seguidores que Shakira en Tinder. A la chapinada le gustan las decisiones radicales porque nos parecen demostraciones de autoridad, de poder y de control. En otras palabras, hablamos de dependencia, de inseguridad, de incapacidad para comprender y practicar la democracia y de tendencias absolutistas, para mencionar nuestra inclinación a sudar calenturas ajenas.
A esta sociedad no la inquietan los medios, por perversos que sean, sino sentir que alguien manda, aunque sea a costa de nuestras propias libertades y derechos.
La mayoría de nuestros males provienen de esa actitud enajenada y catatónica frente al ejercicio desmedido del poder. Que algún sicólogo social me explique esa tara sicológica.
Nos proclamamos democracia, pero de pensamiento absolutista. Mientras que en países decididamente más avanzados están acostumbrados a cambios de gobierno de izquierda a derecha y a la inversa (Francia, España, países nórdicos), eso no impide que sigan creciendo económicamente y que, en términos generales, mantengan el rumbo que se han trazado como país. Aquí somos distintos y le llamamos democracia a la pacificación, si necesario por la fuerza, del «otro».
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Nuestro «sólido sistemas de valores» se deshace como espumilla ensalivada al contrastarlo con nuestros actos. ¿Cómo es posible que alguien sea «provida», que monte un escándalo por una película de muñecos animados, que se oponga al control de armas, que apoye la pena de muerte y que no mueva ni una ceja ante la espeluznate desnutrición y mortalidad infantil? ¡Que alguien me lo explique, por favor! ¿Cómo se puede dibujar semejante sistema de valores?
¿A qué tipo de nación corresponde un sistema de justicia que persigue implacablemente a robagallinas, pintaparedes y fiscales que molestan al crimen organizado, al mismo tiempo que otorga a su presidente el poder de indultar y excarcelar criminales por medio de acciones descaradas y de incompetencia planificada del Ministerio Público?
Tampoco me parecen una opción las corrientes de pensamiento que continúan cosidas, pegadas y clavadas a agendas radicales que ya demostraron su ineficacia por todo el mundo.
Necesitamos entender que este país nos pertenece a todas las personas que aquí nacimos, y que eso nos obliga a la tolerancia, al diálogo y al respeto dentro de un marco legal tan claro como es la Constitución Política. En vez de asirnos a ella para protegerla, respetarla y practicarla, grupos visibles y a la sombra la han tomado como trapeador que se usa y se retuerce para el lado que les convenga, y se pone detrás de la puerta si con ello alcanzan sus propósitos de dominación y enriquecimiento.
Esta sociedad que se proclama cristiana no conoce ni la caridad ni la empatía; es incapaz de aceptar el concepto de prójimo y el mandato de amarlo como a sí misma. Sinceramente, somos todo menos practicantes del cristianismo (o de cualquier otra religión, porque debajo de los rituales se buscan los mismos fines). Conozco personas que insultan y maldicen y finalizan el discurso con un «Que Dios los bendiga» que aplica únicamente a quienes piensan como ellas. Y ni hablar de «Dios bendiga a Guatemala».
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