El 2020 fue un año distinto.
Sí, distinto es el adjetivo que escojo para describirlo, pero hoy, que estoy recostado boca arriba sobre la cama de un hotel en Huehuetenango, es el penúltimo día de diciembre y una parte mía quisiera regresar a como eran las cosas antes de marzo.
Sé que nada volverá a ser igual. Y el 2021 será más distinto aún.
Me estoy volviendo viejo. Lo sé. Lo siento. Las aventuras en las que me embarcaba sin pensarlo mucho hace veinte años, cuando estaba llegando a mis treinta, las veo ahora como inmensas irresponsabilidades.
¿A qué hora te volviste tan miedoso?, me pregunto a veces, durante las madrugadas, frente al espejo, mientras me cepillo los dientes y veo sobre el calzoncillo esa lonja testaruda que no hay forma de que desaparezca. ¿A qué hora?
¿A qué hora empezaste a temer perderlo todo?
Aunque ese todo sea poco.
Y aquí estoy, a dos días de que termine el 2020, este año diferente, llorando, recostado boca arriba sobre una cama de un hotel en Huehuetenango.
Hace apenas unas horas estábamos ella y yo tomándonos fotos, selfis, a la orilla de El Cimarrón. No tengo nada más que pedirle a la vida. Caminamos rápido desde el parqueo para llegar al lugar de las fotos y luego caminamos de prisa para regresar al parqueo. Tenemos más de cuatro horas de camino antes de llegar a nuestro próximo destino: una finca de café cerca del Quiché.
Al salir del parqueo pongo mi música. Ella me ve de reojo, como protestando, y yo le respondo que hemos escuchado su música durante todo el viaje. Me toca escoger. Ella sonríe.
No hemos avanzado por más de treinta minutos cuando el motor grita como cuando un animal es herido de muerte. Enciendo las luces de emergencia, detengo la marcha y abro el capó. Veo lo que temía. El motor es un animal herido. Aunque no está herido de muerte, este vehículo no avanzará un metro más.
[frasepzp1]
¿A qué hora te volviste tan miedoso?
Estamos los dos, en medio de la nada, a veinte kilómetros de la frontera con México, pero no vamos a México: nos dirigimos en dirección contraria.
Hace muchos años, antes de cumplir treinta, regresaba del puerto. Había tanto tráfico en la carretera que decidí regresar por otro camino. Ya había oscurecido. Faltando kilómetros para llegar a Escuintla, sentí en el timón la vibración inconfundible que transmite una llanta desinflada.
Mi hijo recién nacido venía conmigo.
Decidí seguir adelante. Me detuve hasta llegar a Escuintla. Estacioné frente una caseta, un pinchazo. El neumático había quedado inservible. El señor del pinchazo lo repitió varias veces mientras se rascaba la cabeza tratando de descifrar qué tan tonto podía ser alguien para no haberse dado cuenta de que tenía que cambiar la llanta.
No sé por qué acabo de recordar esa noche.
Me estoy volviendo viejo. Lo sé. Lo siento.
Tal vez envejecer significa a veces tomar conciencia. Ser consciente de lo valiosos que son aquellos que nos acompañan, quienes nos aman y a quienes amamos.
Poco sabía sobre el amor esa noche que manejé con la llanta desinflada y mi hijo recién nacido. Continuar fue instintivo. Pasarían veinte años entre aquella noche y esta tarde, con ella acompañándome en medio de la nada.
Ahora lloro abrumado, recostado sobre la cama de un hotel en Huehuetenango. En mi mente repaso todas las cosas que pudieron haber salido mal. ¿A qué hora me volví tan miedoso? ¿A qué hora envejecí? ¿A qué hora aprendí que el amor no es instintivo, sino consciente? ¿A qué hora me di cuenta de que la amo conscientemente?
La veo, la abrazo y le digo lo agradecido que estoy por acompañarme.
No tengo nada más que pedirle a la vida.
Ella lo sabe.
El 2020 fue un año distinto.
Sí, distinto es el adjetivo que escojo para describirlo.
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