Parece absurdo, pero es como si la mayoría de nosotros nos hemos estado preparando para esta cuarentena. Acostumbrados a la incertidumbre, a la precariedad, al aislamiento. La soledad hecha rutina, la angustia como rasgo de la madrugada, la incapacidad de relacionarse como resultado del miedo, la negligencia, la violencia —la borradura—. Hemos experimentado la ausencia en todos sus matices: exclusión, descalificación, negación, asesinato simbólico…
Y, sin embargo, el silencio de ahora ...
Parece absurdo, pero es como si la mayoría de nosotros nos hemos estado preparando para esta cuarentena. Acostumbrados a la incertidumbre, a la precariedad, al aislamiento. La soledad hecha rutina, la angustia como rasgo de la madrugada, la incapacidad de relacionarse como resultado del miedo, la negligencia, la violencia —la borradura—. Hemos experimentado la ausencia en todos sus matices: exclusión, descalificación, negación, asesinato simbólico…
Y, sin embargo, el silencio de ahora es distinto. El vacío de las calles al atardecer pesa como nunca y el tiempo se congela. Las noches van perdiendo sentido por no contar con una expectativa clara del día siguiente. No parece haber letras o imágenes —entre todas las letras e imágenes que se nos bombardean— para encontrarnos. Comenzamos a darnos cuenta de que, después de todo, nunca quisimos o supimos estar solos; de que el aislamiento nunca fue intencional, sino la consecuencia de circunstancias externas, fuera de nuestro control; de que ya estábamos, desde antes, apestados. Ignorábamos que estábamos ya en confinamiento gracias a la administración de la conducta a la que estamos sujetos, cuyo cimiento es la desigualdad.
Escribe Judith Butler que, «cuando el duelo es algo que tememos, nuestros miedos pueden alimentar el impulso de resolverlo rápidamente, de desterrarlo en nombre de una acción dotada del poder de restaurar la pérdida, de devolver el mundo a un orden previo o de reforzar la fantasía de que el mundo estaba previamente ordenado» [1].
En nuestro caso, también intentamos hacer como si nada, seguir con la rutina, aferrarnos al mito de la productividad. La corta memoria histórica y el silenciamiento de los testimonios de las generaciones anteriores nos hicieron creer la fábula de la estabilidad y el desarrollo. Los sistemas de control se refuerzan. Aquellos que se han hecho de los privilegios se aferran como nunca a ellos —ilusión de soberanía—.
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Butler continúa diciendo: «El cuerpo supone mortalidad, vulnerabilidad, praxis: la piel y la carne nos exponen a la mirada de los otros, pero también al contacto y a la violencia, y también son cuerpos los que nos ponen en peligro de convertirnos en agentes e instrumento de todo esto» [2].
El régimen político de la posverdad es alimentado por pasiones negativas. Cuando la vida es entendida como plusvalía, deja de ser vida. El desacato es urgente, sobre todo porque «nuestra respuesta general es angustia y cólera, un deseo de seguridad extrema… un aumento de la vigilancia» [3].
La incertidumbre se esconde detrás de las afirmaciones que con seguridad se lanzan de todos los flancos. Las mentiras abundan, inundan las redes y las conversaciones a distancia. La negación es parte de nuestra cultura como irresponsabilidad, pero también como autoengaño, como la falsa esperanza de que aquí a nosotros no nos sucederá nada. Como si no supiéramos que estamos condenados desde el inicio. Como si nuestra sentencia no estuviera escrita en nuestro certificado de nacimiento. ¿Negaremos también el duelo cuando nos toque compartirlo? ¿Haremos de cuenta que los cuerpos no son cuerpos cuando comiencen a acumularse? Acaso serán «vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban perdidas para siempre o porque más bien nunca fueron» [4].
Es a partir de la vulnerabilidad, y no de su negación, de donde podemos reimaginar la posibilidad de una comunidad, como escribe Butler. La pérdida puede convertirse, en ese sentido, en la base para el nosotros, más allá de la noción del prójimo, que no es más que la mismidad. «Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre» [5]. Es en el miedo donde hoy nos encontramos, donde realmente debemos encontrarnos.
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[1] Butler, J. (2006). Vida precaria: el poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. Pág. 56.
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