En su libro sobre el amor en la obra de san Agustín [1], la autora plantea que el único antídoto para la tiranía es el amor. Pero ¿qué pasa cuando el amor mismo se convierte en el acto de objetivar al otro y dominarlo?
Cuando el amor está determinado por la lógica del crédito, confundimos el ser por el tener. Concebimos a nuestra pareja desde la posesión. Al mismo tiempo, el amor se convierte en la acreditación que valida al yo. Lo escribió así Fromm: «Para la mayoría de la gente, el problema del amor consiste fundamentalmente en ser amado, y no en amar». En este sentido, no solo la pareja se concibe como una mercancía que se puede comprar, sino también nos asumimos, nosotros mismos, como mercancía. La validación del otro, entendida como amor, nos da valor. Como dependemos de esa validación, ese amor se exige y se cobra.
El valor que le asigno a mi pareja, desde esta lógica, corresponde a mis expectativas de ella. Las decepciones que pueda causarme son resultado de su incapacidad de mantenerse a la altura. El éxito de la relación también tiene que ver con esto. Una pareja estable es un buen negocio. La estabilidad es la evidencia de una buena inversión. Quiere decir que lo que hemos dado ha sido pagado justamente: existe un balance, un equilibrio que mantiene la estabilidad. En este sentido, lo que damos es crédito. Este es el modelo del amor patriarcal, que corona al hombre como soberano y acreedor. Una liberación, claro está, no puede ser la de una mera inversión de los roles ni puede caer en la trampa de la oposición binaria.
¿Cuál es la alternativa? Como lo plantea Derrida en Dar (el) tiempo, hay que empezar por lo imposible. Porque, para que el don sea tal cosa (para que exista la entrega), hay que colocarlo en el olvido, no hay que nombrarlo. El don es don en ausencia de don. Cuando se lo reconoce, deja de serlo porque genera deuda, como se ha dicho antes.
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Primero, siguiendo a Derrida, enfrentamos el problema del tiempo. El tiempo (como plazo) y el crédito van de la mano. El don como entrega, en cambio, sería lo opuesto a la economía (aunque para Derrida no hay opuestos, sino aporías). En ese sentido, podríamos proponer que la entrega solo es posible fuera del tiempo. El don es don cuando no es reconocido ni se espera, cuando aparece como acontecimiento, dice el autor. Sin embargo, es difícil afirmar que alguna de nuestras experiencias sea un acontecimiento. Cada experiencia vivida es la repetición de otra previa, es a la vez evento y repetibilidad. Entonces, el acontecimiento como «venida inesperada de lo nuevo, de lo inanticipable y de lo no repetible» [2] no pertenece a esa noción de tiempo que rige nuestras experiencias —y esta es quizá una de las ideas más fascinantes de Derrida en esta obra—.
Cada experiencia acarrea una mínima repetibilidad. Es por ello que el presente es a la vez un no presente. No obstante, ese juego deja una huella. Si la entrega es posible solo fuera del tiempo (el tiempo lineal y como retorno), habría que buscarla en esa huella que deja la presencia de lo previo y de lo que aún no ha sucedido. «El pensamiento de este olvido radical como pensamiento del don debería concordar con una determinada experiencia de la huella como ceniza» [3], escribe el filósofo. Es un resto de tiempo que escapa de la totalización, donde es posible la apertura, el amor como entrega.
Como el don, para que el amor pueda librarse de la lógica económica debe dejar de pensarse como reciprocidad, como balance y como estabilidad —incluso como justicia— y plantearse más allá de la justificación, pues todo ello implica ganancia, considerarse desde «la razón y la sinrazón» [4]. Es un amor, como entrega, que no espera nada a cambio. La reciprocidad es la condición de posibilidad y de imposibilidad de la vida social humana. Es la paradoja que debemos enfrentar partiendo de nuestro encuentro inicial con el otro y de nuestra relación con este como pareja.
* * *
[1] Arendt, H. (1996). Love and Saint Augustine. Chicago: The University of Chicago Press.
[2] Derrida, J. (1995). Dar (el) tiempo. Barcelona: Paidós. Pág. 144.
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