Lo primero que sorprende es que este sabio gigante sea un árbol. Corotú se llama en su tierra. También lo llaman Guanacaste o Conacaste.
Calculo que para abrazar a este particular corotú se necesitarían unas ocho personas rodeándolo con los brazos extendidos.
Imagino cuando llegó a su sitio. Una semilla peregrina decidió aterrizar en un espacio abierto de una zona urbanizada. Germinó, prosperó y llegó a convertirse en amo y señor del lugar. Decidió que nadie reclamaría ese espacio de tierra para levantar un edificio. Corotú se plantó, literalmente, en defensa y reclamo territorial dentro de una base militar. Su victoria está en haberla sobrevivido, en haber visto partir a los ocupantes uniformados y en ser reconocido como el dueño inobjetable de su suelo.
Modesto, no alardeaba de nada. Fue necesario recurrir a los libros para conocer su verdadero nombre: Enterolobium cyclocarpum.
La primera gran lección de Corotú fue su vocación de servicio. Su fina madera es apreciada por escultores y fabricantes de muebles. Sus hojas son forrajeras y ricas en proteínas. Sus frutos y semillas tienen poderes medicinales. Su resina es buena para curtir pieles. Entre las aplicaciones de sus fluidos figuran el control de hemorroides y la capacidad de combatir infecciones intestinales y bronquiales, algunas causadas por bacterias tan persistentes como los estafilococos. No tiene desperdicio: todo él está al servicio de otros sin distingo de especie.
A este amigo particular lo vi ofrecer sus ramas para reposo de loros, palomas, zanates y hasta aves de rapiña. Así de generoso.
Corotú carece de egoísmo y permite que otras especies de plantas crezcan a sus pies. Está atento a su entorno. Lo demuestran sus frutos con forma de oreja humana.
Gozaba viendo su imponencia, verlo trabajar. Hasta el día que me acerqué a su inmenso tronco y quedó a la vista un perturbador hueco justo en el centro. Podrían esconderse dentro unas cinco personas. En realidad vi entrar y salir a varias ardillas que allí fincaron residencia.
Pero el agujero era una señal muy mala. Llegaron los expertos y lo declararon enfermo terminal. Yo lo sentía agobiado, pero en resistencia.
Desde ese día empecé a vigilarlo. Me pareció que tenía menos hojas de lo normal, quizá un ajuste por su enfermedad. Los expertos decidieron hacerle una poda y llegaron con una cabina hidráulica elevable y una motosierra extensible. Sobre la calle asfaltada cayeron con estruendo las primeras ramas. Daba susto.
Así como llegaron, desaparecieron. Y Corotú quedó allí, mutilado de todo un lado. Y yo pensaba que la operación había empeorado las cosas. Su propio peso lo inclinaba hacia un lado y para mantenerse en pie debía aferrarse con más esfuerzo.
Yo seguía observando a mi amigo con cuidado y respeto. Dejé de pasar por debajo porque sabía que podía caer aparatosamente en cualquier momento. Nada ni nadie sobreviviría si la casualidad lo pusiera en su trayectoria de caída.
Luego de varios meses de trámites llegó la autorización para derribarlo por completo. A pesar de algunas protestas, Corotú estaba técnica y legalmente muerto, era una amenaza. Reaparecieron la cabina y la motosierra para rematar lo que habían iniciado.
Pero el sabio gigante les tenía una sorpresa. De sus podridas entrañas fue emergiendo, como si hubiera estado oculto, un mangal en pleno crecimiento. Al eliminar ramaje el mangal se hacía más evidente. Así que a Corotú lo mutilaron hasta una altura de tres metros y se dejó solamente el tronco para no incurrir en manguicidio.
Pícaro sabio gigante. Seguirá allí, jubilado, en reposo, dándose el lujo de hacer brotar alguna ramita de vez en cuando. Y allí me dio la lección más grande de todas. Me mostró la mejor manera de morir: cuando a uno se le dé la gana.
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