En una columna anterior propuse algunos beneficios de la polarización para un sistema democrático y en otra abordé lo que para mí es una de las mayores paradojas sobre la polarización: quienes la condenan son a menudo quienes la generan, ya que la polarización es de alguna manera un signo del cambio social.
En esta ocasión pretendo abordar hasta qué punto debe intervenir el Estado ante la existencia de la polarización. También abordaré, de forma general, tres problemas que pueden asociarse a esta. Finalmente deseo plantear la polarización como un asunto de derechos civiles.
Comencemos por el Estado y su rol ante la existencia de la polarización. Seguramente coincidiremos en que el Estado no debe promover la conflictividad para alcanzar condiciones de control social, aunque es frecuente que los Estados practiquen la creación de otredades negativas para manipular a su población, para justificar el uso de la violencia y, en el caso de Guatemala, para justificar la militarización de funciones que le corresponden al poder civil.
En contraste, la polarización que deviene de dinámicas democráticas debe ser respetada por el Estado, visibilizada, debatida políticamente y resuelta en atención a las condiciones existentes. Y es que, cuando ocurre la negación de derechos y la gente protesta, siempre habrá alguien que clame por que el Estado imponga orden y utilice su poder coercitivo para acallar voces y acciones disidentes.
La polarización puede generar problemas o agravar condiciones adversas para la búsqueda de consensos. Esos problemas deberían ser observados en su justa dimensión. Y me atrevo a decir que, en primer lugar, la polarización favorece el aparecimiento de posicionamientos esencialistas o radicales, que no necesariamente conducen al bienestar de las mayorías. Esa visión extremista y maniquea puede ser defensiva u ofensiva respecto a un grupo o persona o en atención a intereses.
En segundo lugar, las posiciones en la contienda política pueden llegar a ser invariables, lo cual deja escaso margen para el diálogo. Hace más de tres décadas que Fisher y Uri [1] propusieron principios fundamentales para la negociación, y en un afán de brevedad diré que la base de la negociación política exitosa está en renunciar a las posiciones y en poner atención a principios comunes. Sin embargo, eso no es tarea fácil en un ámbito de confrontación ideológica.
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El tercer problema que podemos asociar con la polarización tiene que ver con el advenimiento de la posverdad, que no es otra cosa que la relativización del todo. Esto equivale en algunos casos a ver la polarización como una competición en la cual tiene la razón quien obtenga más signos de aprobación, aunque se recurra a la propaganda, a las cortinas de humo, a la descalificación personal o al desvío de la atención hacia otros temas como recursos que abonan poco o nada a la búsqueda de consensos. Por consiguiente, la displicencia por la razón, que no es poco común, puede hacer aún más difícil la construcción de consensos basados en los hechos o en datos científicos.
En definitiva, la controversia social, la polarización y el conflicto pueden contribuir a posicionar ideas absurdas, a exacerbar el racismo e incluso a incitar a la violencia, pero es allí donde el Estado debe velar por los derechos humanos y donde los medios de comunicación deberían promover la presentación equilibrada de la información. Y digo «deberían» porque, lamentablemente, el modelo de propaganda propuesto por Chomsky sigue siendo un recurso para la construcción de hegemonía y al servicio del poder.
Desde mi particular punto de vista, la polarización en una sociedad democrática es un derecho asociado a la libre emisión del pensamiento. No podemos pensar en una sociedad democrática moderna en la cual no se pueda disentir de manera vehemente. Por supuesto, la tolerancia es un principio de inclusión, pero lleva de la mano mecanismos de exclusión que abordé en una ocasión anterior.
A manera de conclusión, me atrevo a proponer que la polarización es un signo de la interpelación de una relación de dominación. Un signo de cambio. Asimismo, la polarización como discurso disonante incorporará cuando menos una posición radical. Y, por lo regular, quienes buscan que la polarización desaparezca se benefician con la ausencia de controversia o con la ausencia de cambio social. De esa cuenta, no podemos pensar en los derechos civiles fundamentales conquistados en el siglo XX sin la existencia de algún nivel de polarización. Y en el siglo XXI, aunque la posmodernidad lleve de la mano la incredulidad ante los grandes metarrelatos [2], sigue existiendo la necesidad de legitimar y posicionar las luchas sociales, lo cual no puede realizarse sin esperar una respuesta del poder. Por lo tanto, no puede haber lucha social y transformación sin polarización, pues el poder siempre habrá de responder.
Finalmente deseo reiterar que, como indica Chantal Mouffe [3], la ausencia de controversias y la pretendida ausencia de ideologías solo conducen al autoritarismo, ya que la democracia necesita el ejercicio del debate político. Además, a mi forma de ver las cosas, es mejor la polarización a tiempo que un interminable silencio generador de violencias y de obediencia.
[1] Fisher, R. y Uri, W. (1992). ¡Sí, de acuerdo!: cómo negociar sin ceder. Colombia: Editorial Norma.
[2] Spivak, G. (1998). Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate). México: Porrúa.
[3] Mouffe, C. (2005). On the Political. Estados Unidos: Routledge.
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