En regímenes autoritarios o democráticos, estas categorías son muy expeditas y visibles, y la elección de una ruta u otra depende de la dimensión de la crisis. Sin embargo, en el caso de híbridos como el nuestro, en escenarios de riesgo se tiende a confundir el camino que convierte las demandas ciudadanas en un ingrediente aceptado por el sistema político y convertido en funcional.
Este problema se vuelve más complejo aun cuando las relaciones entres los Estados se regulan por un sistema internacional que pregona la estabilidad como compromiso de conducta entre los propios Estados y organismos internacionales.
Es decir, enfrentamos dilemas que tienen tanto causas internas (endógenas) como externas (exógenas). El carácter endógeno define la relación entre la sociedad y el régimen político. Aquí, las demandas ciudadanas son aceptadas o rechazadas siguiendo mecanismos, reglas y criterios de representación y garantizando la participación y la rendición de cuentas de los funcionarios públicos.
El desempeño depende del nivel de aceptación y del rendimiento del Gobierno y de las instituciones, así como de su capacidad para gestionar el conflicto. La capacidad de llevarlos a cabo depende de la eficacia al implementarlos. Esto hace eficaz al sistema y, sobre todo, gobernable.
Por su parte, hay razones exógenas que delimitan el comportamiento del Estado y afectan a las ideas de soberanía, seguridad y desarrollo. Por ejemplo la conducta y los intereses de actores internacionales o las regulaciones del sistema internacional. Tanto da si estas se han definido de forma unilateral, cooperativa, dependiente, o producto de la indiferencia.
Los acuerdos internacionales son un ejemplo de estas limitaciones que comprometen a los Estados. Generan instrumentos, marcos orientativos y de soporte en conductas recíprocas, y delimitan espacial y subnacionalmente con otro tipo de actores. Solo así se posibilita una mayor cooperación entre Estados a partir de intereses mutuos. El fortalecimiento institucional, la apertura de mercados, el desarrollo del comercio exterior y el consenso mínimo sobre el desarrollo se convierten en nociones básicas que regulan un sistema internacional cada vez más interdependiente.
La magnitud de la crisis del sistema político que vive el país describe la interrelación y el comportamiento de tres tipos de actores diferenciados, estableciendo los límites y alcances de la crisis de estabilidad y gobernabilidad:
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Los compromisos institucionales entre actores traducen una posición antisistémica de la sociedad que se moviliza con demandas estructurales que colisionan con el carácter elitista del régimen. Tenemos un sector privado que, al medir el termómetro ciudadano, acuerpa la demanda ciudadana apostando por la gobernabilidad (al menos desde su posicionamiento) y se convierte en un actor que incide en la toma de decisiones. Sin embargo, se tiene baja credibilidad y apoyo para llegar a arreglos institucionales que mantengan gobernable el sistema. El régimen se convierte en poco representativo para unos y escasamente efectivo para otros. «Refundemos», dicen los primeros; y los segundos, «regulemos».
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La Cicig, como órgano de control, autónomo, temporal y débilmente vinculante (por su característica de apoyo y acompañante), se crece en crisis de gobernabilidad y dota de equilibrio al sistema ante la incapacidad de acuerdos mutuos o la posibilidad coyuntural de alcanzarlos entre instituciones, partidos políticos y grupos políticamente relevantes. Los acuerdos se traducen en presiones; la redefinición de funciones, en leyes; y la actividad política se polariza entre la injerencia, autonomía e independencia de intereses formales, informales, ilegales y paralelos propiciando que la ciudadanía se movilice para exigir una mayor legitimidad del sistema.
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La Embajada de Estados Unidos ejerce un efecto demostrativo sobre las capacidades y prioridades del sistema de justicia en Guatemala con el recurso simbólico de la revocatoria de visas, la redefinición y la extensión de un marco regulatorio de cooperación y seguridad regional; y calibra las relaciones de cooperativas y dependientes del sistema.
Los tres actores mencionados, la Cicig, la Embajada de Estados Unidos y el sector privado organizado se conforman en un pacto de actores políticos relevantes para lograr modificaciones en la estructura del Ejecutivo. No suponemos ni concebimos en este escrito que existan razones unicausales para comprender lo sucedido el día 8 de mayo, sino un contexto explicativo que matiza lo sucedido sin sobredimensionar.
No se puede dejar de referir que la literatura de ciencia política respecto a los regímenes en transiciones inconclusas siempre apuntará al compás de tiempo no mayor de 25 años para solidificar la democracia. Lo que en Guatemala acontece no solo impone un nivel considerable de estrés en el sistema, sino que también muestra la problemática de un sistema presidencial debilitado. La teoría política apunta a una condición natural de los presidencialismos, una «cierta proclividad a la ingobernabilidad del sistema democrático con base en su poca flexibilidad para enfrentarse a crisis políticas» (Serrafero, citado en Alcántara, «Los retos políticos de la gobernabilidad democrática en América Latina»). La literatura comparada provee los casos históricos de Brasil y de Venezuela, donde las crisis presidenciales fueron reconducidas por el mecanismo del impeachment bajo la sombra del temor al golpe de Estado.
La situación guatemalteca es sui generis entre los casos híbridos. Lo anterior la hace compleja, pero al mismo tiempo desafiante. Porque, además de notarse que actores lejanos al sistema sustentan la gobernabilidad y actores políticos concretos sostienen la gobernabilidad, todo lo anterior sucede en un contexto en el cual la doble legitimidad propia de los sistemas presidenciales no está del todo presente. No hay un problema de legitimidad paralela, con lo cual la ciudadanía coloca sus esperanzas de fiscalización y de frenos-contrapesos en un ente sui generis de cooperación internacional. El proceso parece ser tutelado, por no decir guiado. Se destapan escándalos y se plantean ejes de acción con mediación por parte de actores lejanos al sistema. ¿Quién sienta en Guatemala la agenda? Aquí, un patrón repetido. Pareciera que en los años más cercanos al fin del conflicto era Minugua. Y ahora, parece que la comisión de Naciones Unidas contra la impunidad.
¿Qué sucede en Guatemala: una crisis de gobernabilidad o una crisis de estabilidad?
Pregunta compleja.
Esta descripción con la que Alcántara cierra el ensayo «Los retos políticos de la gobernabilidad democrática en América Latina» le sienta hoy a Guatemala: «El resultado no es otro que el progresivo deterioro de los patrones de legitimidad como consecuencia de los conflictos entre los poderes del Estado, de la marginación política de sectores significativos de la población».
Todo dependerá del sustento del mandato presidencial y de que las condiciones que definen su indisolubilidad sigan vigentes tal y como se apuntaron desde el retorno a la democracia. Por eso, ante esta interrelación de actores, maximizar la funcionalidad democrática requiere de acuerdos para garantizar la gobernabilidad y la estabilidad de la estructuras.
El riesgo de vaciar la gobernabilidad implica desafiar la estabilidad del régimen. Aquí juega un papel importante el comportamiento de los poderes del Estado, sus órganos de control y la capacidad de lograr acuerdos institucionales y de suficiente legitimidad para lograr la credibilidad de las instituciones, los partidos políticos y los grupos políticamente relevantes frente a la ciudadanía que se moviliza.
Para los partidos políticos, ceder implica lograr legitimidad y garantizar apoyos en las próximas elecciones. En los grupos políticamente relevantes, el término del mandato implica lograr cumplir y preservar el statu quo. Y para la sociedad que se moviliza, el momento propicio para reformar. ¿Son capaces los partidos políticos de ceder las reformas para obtener en el corto plazo su elección? ¿Define el statu quo una posición intermedia que condiciona lograr acuerdos con otras fuerzas más organizadas y menos relevantes para la preservación de sus intereses? ¿Son capaces las movilizaciones ciudadanas de sacrificar estas elecciones con tal de lograr reformas para la próxima elección?
Esas son las condiciones de un pacto de gobernabilidad, o bien de poner en riesgo la estabilidad.
Sobre los autores:
- David Martínez-Amador es columnista de Plaza Pública e investigador afiliado a la red de investigadores Insumisos, con sede en México.
- Raúl Bolaños es sociólogo y politólogo.
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