Diluye activos democráticos mientras estimula la corrupción pública y privada. Indeseable. Nuestra misión primordial es, pues, imaginar una nueva narrativa humana coherente que reemplace la mitología capitalista y llene las lagunas del consenso neoliberal.
La epopeya moderna del Homo sapiens ha fracasado. La persecución aislada de la felicidad en términos materiales no ofrece salidas a los grandes problemas humanos. El mercado ha demostrado ser incapaz de impartir justicia social, y la pasividad propia del laissez faire et laissez passer resulta incompatible con aspiraciones de equidad, ciudadanía y democracia.
Bienvenidos son los relatos que invoquen altruismo, solidaridad e interconexión. Necesarias son las nuevas crónicas que honren toda la creación, que vean el planeta como un ente vivo y que nos ayuden a despojarnos de la obsesión por el dinero y las jerarquías. No obstante, la coyuntura guatemalteca poscrisis apunta, otra vez, a un reacomodo de historias viejas. ¿Por qué?
A aquel relato viejo y generalmente aceptado lo podemos llamar neoliberalismo.
El neoliberalismo no es más que la elevación deliberada (pero sigilosa[1]) de un modelo económico —el capitalismo— a categoría de ideología totalitaria y filosofía de vida[2]. Según esa cosmovisión, nuestro estado natural es uno de competencia perpetua entre ganadores y perdedores, fuertes y débiles, superiores e inferiores. Gana quien acumule más cosas, más rentas, pues lo hace por el mérito de su superioridad moral y social. El pobre es indigno de abundancia, puesto que es tonto y perezoso. Un parásito que haría mejor en morirse. Ya el hambre se encargará.
La sabiduría del mercado —y su mano translúcida irreprensible— pone a cada cual en su lugar. Fundamenta toda su retórica en la máxima de que el espacio mancomunado no existe, de que no hay sociedad como tal, sino una sumatoria de individualidades en equilibrio mercantil.
En términos prácticos, el credo de la religión neoliberal es la eficiencia, la productividad, la innovación (nunca compartida con otros) y el crecimiento material y dinerario (tampoco compartido) ad infinitum en un planeta finto. Paradójico. Además, todo en el universo relevante y cognoscible —la verdad, en fin— se reduce a datos metálicos, supuestas evidencias accesibles exclusivamente a través del raciocinio. Esta es la tiranía de la razón.
¿El espíritu, la intuición, el amor, la empatía? Inventos chinos. Basura, en fin. No nos sirven.
Pero esta narrativa ha fracasado como compás humano, pues en su intentona de justificar la liberalización de los mercados terminó por esclavizar económicamente a quienes fueran a priori ciudadanos, que de hecho fueron redefinidos como sujetos de consumo y reducidos a instrumentos de crecimiento macroeconómico. Y fracasó también su versión de democracia: un dólar es un voto, es decir, mientras más dinero se tiene más ciudadano se es.
¡No vaya a ser que una democracia robusta y funcional limite el privilegio de los escogidos!
Sin embargo, después de casi cuatro décadas de hegemonía neoliberal, como balde de agua fría sobre las mentes crédulas, resultó que las promesas de libertad neoliberal se referían solo a libertad de empresa, no a la libertad del individuo. O sea, siguiendo al profesor belga Paul Verhaeghe, y en pro de la «maximización racional de utilidad personal» —beneficios económicos—, se protege la libertad corporativa para contaminar el medio ambiente, la libertad para explotar al trabajador, la libertad para inducir a las juventudes al vicio y a la obesidad y la libertad para procurar márgenes obscenos y antinaturales de ganancias sin importar los efectos colaterales. Hay más: libertad, si se es rico, de no pagar impuestos bajo la quimera de empleo formal. Y la más grande de las libertades económicas: exonerar al Estado de invertir en bienes y servicios públicos. ¿Qué tal?
Tales son las libertades del neoliberalismo, las cuales se activan y sostienen por y para unos pocos a costa de los verdaderos intereses populares. ¿Cómo imaginar un nuevo consenso incluyente, humano y futurista?
Continuará.
[1] De hecho, según el autor británico George Monbiot, una de las grandes fortalezas del neoliberalismo es no llamarse por su nombre: su «anonimidad», como él mismo lo pone, para operar desde las sombras. (Los invito a que llamen neoliberal a alguien que se adhiere a las máximas neoliberales y me cuentan).
[2] Desde el punto de vista disciplinario, podríamos decir que el neoliberalismo representa el ascenso de las teorías económicas liberales a categoría de ciencia exacta a pesar de que sus escuelas están saturadas de dogma, de presunciones mitológicas improbadas y de un gran número de inexactitudes y datos inconexos. Según Manfred Max Neef, no se puede ser más arrogante.
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