En 1974, pese a que con el entorno de un amplio movimiento social ganó las elecciones, permitió que se impusiera el fraude y huyó luego de abandonar a sus correligionarios. Un dorado exilio en Europa sirvió de pago por la traición a su propuesta política.
La imagen de liderazgo que mantuvo pese a su escapatoria le valió que lo elevaran a la jefatura de Estado luego de un golpe militar en 1982. Al frente de las fuerzas armadas condujo los planes estratégicos del instituto castrense, que se proponía acabar con la insurgencia a toda costa. Y ese a toda costa incluyó acciones que enmarcan el delito de genocidio en la estructura jurídica nacional e internacional.
Genocidio. Sí, esa palabra que asusta a quienes se consideran buenas gentes porque cotizan diezmo en alguna iglesia neopentecostal, van al confesionario de la Iglesia católica o sueltan migajas de su fortuna en causas de filantropía de moda. Peor aún, a quienes se consideran buenas gentes porque sirvieron en un Ejército que se cree victorioso porque la única batalla que se propuso fue librar a Guatemala del comunismo y lo hizo matando comunistas y todo lo que oliera mínimamente a ello.
Lo hizo bajo la conducción de distintos hombres, todos generales, que ejecutaron el proyecto militar contrainsurgente en Guatemala. Esas son las batallas del general, un hombre que, al tener que rendir cuentas de sus acciones, optó por buscar evadirla mediante diversos mecanismos. El primero de ellos, la estructura de impunidad que se cimentó para encubrir las gravísimas violaciones de derechos humanos.
Al frente de su partido político, el Frente Republicano Guatemalteco (FRG), por cierto desaparecido por cambio de nombre y estructura, se mantuvo como diputado para asegurarse inmunidad. De ahí que un caso presentado a las cortes en 1990 solo viera la luz en juicio oral 13 años después. En el proceso, de nuevo, más que mostrar una estrategia de defensa, la acción de sus patrocinadores fue la huida. De una u otra forma intentaron impedir la realización del juicio. No pudieron evitarlo y, ni modo, no hubo escapatoria pese a los intentos.
De esa cuenta, la batalla jurídica en el primer juicio por genocidio derivó en sentencia condenatoria y lo marcó para la historia. «Usted, José Efraín Ríos Montt, es culpable de genocidio», son las palabras que, incluidas en la sentencia y expresadas en el tribunal, no van a ser borradas de la historia. Están allí, y eso lo hace comparable a un Adolfo Hitler o a cualquiera de los generales nazis condenados en el juicio de Núremberg. Sí. Culpable. Y culpable de genocidio.
De esa manera, en aras de ofrecerle un túnel jurídico, de nuevo se activó la maquinaria de la fuga.
Como fracasaron en las diversas vías de evasión para suspender el proceso, movieron los eslabones previamente engrasados para que avanzara la maquinaria de la impunidad. Así forzaron no solo el caso, sino el sistema de justicia mismo, en aras de cubrirle las espaldas en una nueva salida.
Como todo fugitivo, en algún momento habrá de hacer un alto en el camino. De lograrlo, si es capaz de ver hacia el pasado, podrá vislumbrar la senda de la eterna fuga, del correr ante el peligro y no enfrentar la batalla. Será en definitiva la senda de un general derrotado. Porque un general victorioso no es aquel que colecciona medallas, sino aquel que siempre es capaz de librar toda batalla de frente.
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