La adolescencia tiene la característica de que puede convertir a las personas en seres extraños. En las cabezas pueden entrar ideas que resulten raras para las personas del entorno, y sospecho que una decisión más común de lo pensado es quedarse uno con sus pensamientos por temor a no ser tomado en serio.
En mi momento me llenaba de preguntas el acto aparentemente intrascendente de encender y apagar la radio o la televisión. Más desafiante me resultaba el efecto de cambiar sintonía.
Si las transmisiones de radio o de la tele aparecían y desaparecían mediante la activación de un botón, significaba que todas las señales de las radios y de los canales de televisión estaban en el aire y que yo me movía entre ellas como en un mar de señales. ¿Había señales que no podía captar el aparato radiorreceptor, pero que estaban presentes? ¿Había canales indetectables para los aparatos? ¿Por qué la calidad de la señal mejoraba o empeoraba según donde colocáramos los receptores? ¿Por qué una radio o una TV no eran nada sin antena?
Me preguntaba si sería posible que las personas desarrollaran la capacidad cerebral de sintonizar señales. De ser así, ¿qué cosas captaríamos?, ¿qué podía hacer la telepatía por nosotros? Más inquietante: ¿qué pasaría si perdiéramos la capacidad de sintonizar y todo sonara al mismo tiempo en nuestra cabeza? ¿Dolería? ¿Podríamos desenredar y ordenar la maraña de señales?
Tengo que admitir que no conseguí las respuestas y que las preguntas aumentaron, extendidas en nuevos planos.
Recordé esto que les cuento confidencialmente al darme cuenta —de forma bastante tardía— de que mi idea de algún implante o alguna mutación (no conocía esa palabra en aquellos tiempos, pero el concepto era similar) se hizo realidad sin haberme dado cuenta, aunque no de una manera literal.
No se ha desarrollado el implante, pero las capacidades sobre las que meditaba las llevamos desde hace tiempo en el bolsillo. Lo llamamos teléfono celular. Y los medios tradicionales son una baba frente al mar de la internet.
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También caí en la cuenta, hace poco, de que mi temor a la mezcla de señales era bien fundado y que esta terminará por destruirnos. Además, nos afecta la anomalía de estar sintonizados en una frecuencia fija y de transmitir en ella de manera permanente, inconsciente y estéril.
No necesitamos que nos implanten un chip electrónico o que torres de transmisión 5G o 6G nos hipnoticen en masa y se adueñen de nuestra mente. La mayoría de los adultos de hoy —creo que los niños son inmunes en sus primeros años— estamos mentalmente sintonizados y estancados en algunas ideas y vivimos bajo la convicción sin fundamento de que nuestro pensamiento no necesita ni crítica ni actualización, solo el de las demás personas.
Y así vamos por el mundo, incapaces de dejar de transmitir lo mismo y con nuestros canales receptores obstruidos por nuestro propio ruido.
En vez de ser auténticos creadores y generadores de contenidos, somos simples repetidoras.
Lo que en la adolescencia pensaba que era una evolución de nuestra especie resultó ser una regresión, un enorme salto hacia atrás. Oficiando de retransmisores autómatas y programados en frecuencia única, renunciamos a la libertad de desarrollar pensamiento crítico y temáticamente variado. Lo peor de todo esto es que carecemos de la capacidad de reconocerlo, lo que debería ser el primer paso para trabajar en alguna solución.
No estoy atacando a nadie. Comprendo que hay personas que admitida o inadmitidamente reciben alguna forma de pago por mezclar la baraja, pero voltear siempre la misma carta. Ni modo. Es su empleo público o secreto.
Quizá yo mismo estoy en el grupo de quienes transmiten, pero no reciben señal. Como la gran mayoría de las personas, no soy lo exitoso que quisiera con la autocrítica.
El resultado final y fatal de nuestras fijaciones y bloqueos es que no podremos ponernos de acuerdo ni aun en el extraño caso de actuar todos de buena fe. Escuchar y no solo oír, ver y no solo mirar, comprender y no solo leer. Necesitamos eso mucho más que la tecnología.
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