Un 13 de febrero hace 41 años, el médico veterinario Emil Bustamante fue arrancado del seno familiar. Salió de su casa por la mañana. Pero ya no regresó pues fue detenido y desaparecido por el ejército de Guatemala. Su familia perdió así a un ser querido que hace parte de las más de 45,000 personas detenidas y desaparecidas en este país.
Diez días después de ese fatídico sábado se produjo el golpe de Estado que llevó al poder a Efraín Ríos Montt. En esa fecha, también se tiene el registro de que Emil fue visto con vida en el cuartel Mariscal Zavala, al norte de la ciudad.
Han transcurrido 492 meses, en los cuales Emil ha estado presente en el corazón de su familia y amistades. En especial de su esposa y sus dos hijas, así como particularmente de su hermana, Marylena, la tejedora de memoria. Esa mujer que destaca más que por su altura, por la persistencia con la que marcha portando siempre el retrato de Emil en su pecho.
El mismo retrato que vive adherido a las paredes adoloridas de las casonas del Centro Histórico, desde las cuales, los ojos enormes de Emil nos interpelan para luchar por la justicia. En ese reclamo Emil no está solo. A su lado, inevitablemente aparecen otras personas también víctimas de la práctica cruel y despiadada de la desaparición forzada. Uno de los crímenes más atroces que pueda cometerse contra un núcleo familiar.
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Atroz porque la persona desaparecida, mientras es mantenida con vida, sufre la angustia de sus familiares y el futuro que les espera. Atroz porque esas familias viven a perpetuidad un duelo inconcluso, una alteración de la normalidad de las despedidas de seres queridos. Para una persona detenida desaparecida no hay fecha de recordación del fin de su ciclo de vida. Para las familias no hay ni cuerpo, ni féretro para despedir, mucho menos una tumba a la cual acudir y, en ocasiones especiales, adornar. Ese diálogo natural entre quienes sobreviven y quienes se van, no se produce ante un ser desaparecido. El dolor clavado como puñal en el alma es sostenido por el brazo de la incertidumbre y la mano de la angustia.
Por eso, las mentes que diseñaron, planificaron, construyeron, sostuvieron y ejecutaron la estrategia de la desaparición forzada, son criminales de lesa humanidad. No importan si han pasado dos días o, como en este caso, cuatro décadas y un año de dolor y ausencia acumulados. Quienes llevaron a cabo estas acciones, las pusieron en práctica en pleno uso de sus facultades y con absoluta conciencia de lo que hacían y, sobre todo, por qué y para qué lo hacían.
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De allí que es inalienable el derecho de las familias a reiterar la culpa ante los responsables. Por lo tanto, es un derecho innegable el caminar firme y decidido de Marylena hacia las puertas del cuartel donde se vio vivo a Emil por última vez. Cada vez que ella marcha hacia ese punto y reclama de viva voz, acompañada por el coro solidario que reclama justicia, ejerce un derecho universal y merece respuesta.
Tanto en tribunales nacionales como internacionales, el Estado de Guatemala ha sido condenado por el grave delito de la desaparición forzada. No es un invento, no es una mentira, no es una calumnia. Es una dolorosa y tremenda verdad innegable que este Estado se organizó para aniquilar, desaparecer y asesinar su propio pueblo. Que sus oficiales militares dejan marcados sus pasos con la sangre de sus víctimas y, por lo tanto, deben rendir cuentas ante los tribunales.
Reclamar justicia no es un acto de locura. Reclamar justicia y, sobre todo respuestas, es un derecho irrenunciable que habremos de ejercer mientras no haya respuestas. Emil y las más de 45,000 personas detenidas desaparecidas, entre ellas más de 5,000 niños y niñas, merecen justicia. Una justicia que solo llegará cuando se diga dónde están y sus captores sean juzgados. Ese es el derecho de todas y todos, pero sobre todo y en este caso, de Marylena.
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