Hace unos días tuve la oportunidad de escuchar a un respetado intelectual que cuestionó con argumentos interesantes una afirmación mía con relación al carácter neoliberal del discurso de las Naciones Unidas en materia de gestión de riesgos. En efecto, sus palabras me han ayudado a reflexionar sobre algunos argumentos que tal vez sean de interés para quienes, como yo, siguen pensando que uno de los peores rasgos del neoliberalismo es su capacidad de invisibilizarse.
En síntesis, el neoliberalismo no es solo un sistema de acumulación global y local de carácter capitalista, sino también un fenómeno cultural a la vez que un sistema de dominación que construye hegemonía de manera cotidiana. De esa cuenta, las sociedades, las economías, las instituciones y hasta las personas en lo individual pueden mostrar rasgos del discurso neoliberal, que, para ser visibilizado, requiere que analicemos el contexto y una o más relaciones de poder. Así las cosas, una institución y las personas que la integran pueden construir, en mayor o menor medida, discursos que legitiman el neoliberalismo a través del silencio (aquello que no debe ser nombrado) o a través de posicionamientos desprovistos de carácter crítico.
Para citar un ejemplo en el campo de la gestión de riesgos, del discurso global al discurso regional y local, poco a poco se habla menos de la vulnerabilidad y más de la exposición a amenazas. Esta operación discursiva favorece el estudio del riesgo a través de la ubicación física de personas y bienes, y el resultado es que la pobreza se asume como un problema que está allí, pero en segundo plano. Esta operación también genera sesgos hacia las amenazas de origen natural, como los sismos, los eventos volcánicos o los eventos hidrometeorológicos, en detrimento del abordaje de los mayores riesgos globales, de origen eminentemente humano.
A lo anterior podemos agregar la irrupción de la resiliencia como concepto despolitizador en la gestión de riesgos, que, al describir una condición ideal (en términos positivos), contribuye a que sus indicadores invisibilicen la vulnerabilidad y su relación con la pobreza. De esa cuenta, la resiliencia, la exposición y el énfasis en los estudios de riesgo de ciertos eventos (sismos y huracanes principalmente) alejan la gestión de riesgos de un planteamiento crítico, que tarde o temprano habría de confrontarse con un generador de riesgos por excelencia: el capitalismo neoliberal en cualquiera de sus manifestaciones.
Con lo anterior se consigue moldear una gestión de riesgos global y local carente de un posicionamiento crítico, que se distancia de los problemas estructurales y que sirve para gestionar las crisis que el mismo sistema provoca, o sea, la brecha humanitaria que consiste en que hay mucho dinero para gestionar crisis y poco para la prevención. Y quienes aportan el dinero aportan la agenda.
¿Dónde puede estar la conexión lógica de todo lo anterior? Le propongo que pensemos en a quiénes beneficia un Estado débil, que no regula la generación de riesgos y que no reduce los riesgos existentes. En consecuencia, un discurso global y local que ignora las dinámicas de empobrecimiento y gestiona las crisis para proteger el sistema es funcional al neoliberalismo y se constituye en un instrumento de este. Asimismo, si ponemos atención, encontraremos que ese discurso también se expresa global y localmente en el combate de la pobreza y del hambre o en la lucha contra enfermedades de gran impacto social. Se reacciona ante la crisis, pero no se cuestiona la base material de las problemáticas.
El neoliberalismo existe y goza de buena salud. Por supuesto, las recetas del Consenso de Washington, de hace 40 años, no se aplican de la misma manera hoy en día. Pero la esencia antidemocrática, antiestatal, individualista y desmovilizadora sigue allí. Por eso es necesario nombrar a ese enemigo, que convive con nosotros en nuestra casa y en nuestras instituciones.
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