Suelo leer publicaciones de profesionales del derecho que, pese a ser coherentes en cuanto a rigor jurídico, exponen una lógica fallida que beneficia indirectamente al pacto de impunidad. Esa lógica jurídica resulta calzar a la medida de los intereses más oscuros precisamente por una razón: el poder determina las leyes. Acaso no en última instancia o en un solo interés, pero las determina.
Permítame explicar lo anterior en otras palabras. Hace pocos días conversaba con un abogado respecto a la Cicig, el MP y la dificultad de que los juzgados condenen a culpables de graves delitos. Esta persona me decía que nuestro sistema jurídico tiene una serie de garantías y que, si no había condenas, era por culpa del MP, ya que cada persona tiene derecho a defenderse. Es decir, para esta persona, como para muchas otras, las reglas están dadas y no queda otra opción que cumplirlas. Y cuando le dije que esas reglas son precedidas por la política, cuando le expuse que los ilícitos penales han sido construidos a la medida del poder, ya no hubo mucho de qué hablar y cada quien siguió con lo suyo.
Tomando distancia de lo anecdótico, lo que percibo es una especie de ceguera selectiva que no nos permite ver en ocasiones que el pragmatismo respecto al derecho no debe desvincularnos cognitiva y afectivamente de algo fundamental: la política es primero y está determinada por el poder, especialmente el económico. El poder y la política moldean el Estado, las religiones como parte del aparato ideológico e incluso la cultura. Precisamente por esa razón el hurto de fluidos o el robo de electricidad es delito y por la misma razón no es delito robarse un río completo, secar una cuenca y privar de agua a comunidades enteras. Por esa razón Álvaro Arzú eliminó de nuestras leyes el delito de enriquecimiento ilícito y por la misma causa no existen una ley marco de ordenamiento territorial ni leyes que protejan a la población de abusos en los negocios de la salud, la educación y la seguridad, por citar solo algunos ejemplos.
Por supuesto, estamos en una coyuntura, en un momento de inflexión que sorprendió a los poderes tradicionales y a las mafias, que no son lo mismo en todos los casos. Esta coyuntura alcanzó un pico en 2015 con la salida del gobierno de Otto Pérez y su banda, dado que por vez primera varias estructuras criminales han sido sometidas a procesos judiciales, de manera que se han destapado nombres con pedigrí antes intocables. Pero no nos dejemos engañar. Es bien sabido que las mafias se están reorganizando y pueden ganar por una razón: seguimos combatiéndolas con las reglas de juego que ellas mismas construyeron históricamente y que continúan manipulando para su propio beneficio. El ejemplo más reciente fue el escandaloso intento de reformar el Código Penal. Y la alineación del Ejecutivo y el Legislativo hace pensar que los siguientes objetivos pueden ser la Cicig, el MP y el PDH mediante decretos, manipulación de comisiones de postulación y otros medios, ¡pero todo en ley!
Es por esa razón que la contienda política y jurídica tiene sus límites, y es legítimo, democrático, que la población esté dispuesta a tomar el espacio público y eventualmente a paralizar el país. De nuevo, la razón es simple. Estamos en contienda con el mafioso del pueblo, que además se cree el dueño del balón y tiene la autoría de las reglas. De ahí que romper las reglas sea legítimo, acaso indispensablemente democrático.
¿Recuerda las manifestaciones en la plaza en 2015 o el cerco al Congreso en 2017? En el fondo, eran ejercicios democráticos y urbanos para tomar el espacio público, que no se diferencian mucho de las tomas de carreteras que han materializado históricamente diversas organizaciones campesinas y populares. Esas expresiones de poder envían un mensaje claro a los timoneles económicos del país: hay más de un actor. Los mafiosos, con o sin pedigrí, tienen un poder que se les enfrenta. E ignorar ese poder puede resultar muy caro.
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