Mientras las huestes de la muerte avanzan, las personas huyen irremediablemente. Aquellos que se quedan a luchar lo hacen en vano. Esta escena es reminiscente de cuatro realidades con las que tengo lazos personales o profesionales muy fuertes: Honduras, Nicaragua, Venezuela y, obviamente, Guatemala. Por distintas razones, pareciera que cada lugar estuviera acorralado por un jinete del Apocalipsis.
En Honduras, la consolidación de un régimen autoritario-competitivo ha coincidido con el incremento de muertes violentas en ese país. Tan solo el año pasado, diez años después del golpe de Estado, se registraron 3,670 homicidios. En Nicaragua, la dictadura ha asesinado a más de 325 personas (muchas de ellas estudiantes) que buscaban la democratización del país. El terrorismo de Estado es dolorosamente familiar para los centroamericanos. Sin embargo, algunos pensábamos —quizá ingenuamente— que en la región esos tiempos habían quedado en el pasado.
Para quienes este tipo de escenarios dantescos quizá no eran tan familiares era para los ciudadanos venezolanos. Entre 2015 y junio de 2017 se documentaron 8,292 presuntas ejecuciones extrajudiciales. Y durante las manifestaciones de enero de este año, 900 personas fueron detenidas arbitrariamente (137 de ellas niñas, niños y adolescentes). Es amargo pensar que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, Caracas fue destino de víctimas de la violencia de Estado, guerras, catástrofes económicas y perseguidos políticos. Esa hospitalidad, extrañamente, ha desaparecido de la memoria colectiva de algunos políticos de la región y de algunos otros que dicen defender derechos humanos.
«Guatemala es más tragedia que país», dijo alguna vez Andrea Reyes, una joven y valiente activista que, como otras personas, se encontró a sí misma en la plaza durante 2015. Parece que, después de los resultados de las elecciones del domingo, queda claro que en Guatemala la muerte también ha triunfado (o quizá nunca nos ha soltado). Sospecho que la desolación que ha forzado a millones de guatemaltecos, hondureños y venezolanos a migrar está lejos de irse. Qué horrenda ha de ser esa melancolía de despedirse sin saber cuándo se volverá a ver a un ser querido.
Pero en El triunfo de la muerte hay un detalle que la convierte, quizá, en una de las pinturas más hermosas que conozco. La doctora María Lasa, una brillante politóloga argentina, sugiere dirigir la vista a la esquina inferior derecha, donde se observa a un trovador tocando el laúd mientras quien parece ser su enamorada canta. «El amor, el arte y la esperanza sobreviven a la muerte», explica Lasa.
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El amor, el arte y la esperanza están allí, presentes en los lugares más infaustos e insospechados.
El amor está en la abuela que se despierta temprano todos los días para ir a trabajar a pesar de la diabetes, de la hipertensión, y lo da todo por sus hijos. Está en el padre que sobrevive a un cáncer utilizando el sistema de salud público destruido por la muerte, por los señores de Xibalbá. Está en ese corazón inmenso que no se cansa de dar a su familia, a sus amigos, a extraños. Esa inmensidad que arrastra.
El arte está en la decisión cuidadosamente confeccionada de una jueza que con valentía resuelve apegada a derecho y a pesar de que su determinación afecta a los enemigos más abyectos de la luz. Está en el conocimiento que genera y transmite la profesora universitaria en cada artículo que escribe, en cada clase que imparte.
La esperanza está en el corazón inmenso de la servidora pública que, a pesar de ver y enfrentar a las huestes de la muerte todos los días, escoge no dejar de indignarse. Está en los ojos bondadosos pero decididos de la activista que siempre siempre escoge defender a los más vulnerables.
El amor, el arte y la esperanza son dignidad. Están en los corazones, en las manos y en las mentes de académicas, juezas, periodistas, empresarias, abogadas, activistas y ciudadanas que tejen dignidad día tras día.
Quizá todo esto lo dijo mejor Julio Prado, que, de paso sea dicho, fue uno de los valientes fiscales que nos devolvieron la esperanza en 2015:
«El día que se pierda la alegría de pensar en un mejor mañana, se perdió todo. Pero [en Guatemala] esa alegría lleva siglos sin apagarse, y no hay noche que la apague por más oscura que haya sido. Hemos aprendido a bailar hasta entre las tumbas.
»Todas las mañanas hay un piloto de bus urbano que se levanta a trabajar sin saber si va a morirse ese día por ganar una miseria. Pero se levanta. Eso sabemos hacer. Levantarnos. Una y otra vez. Como un boxeador que no escucha la campana».
Julio Prado tiene razón. Pero, más pronto que tarde, la ciudadanía no solo seguirá levantándose, sino que vencerá, pues sabemos —gracias a la pintura de Bruegel— que siempre ha tenido a su disposición armas que han sobrevivido al asedio de la muerte.
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