En Perú, país inmerso desde hace varios años en una severa crisis de legitimidad y de gobernabilidad, las élites económicas criollas, bastante parecidas a las guatemaltecas, se han enredado en un sofisticado nudo de relaciones con la corrupción y el crimen organizado, con políticos que, más que gestores públicos o representantes de los intereses legítimos de la población, son burdos traficantes de influencias y depredadores de los recursos públicos, cada quien con su propia franquicia electoral. Con una guerra interna mal llevada y peor concluida en la década de los 80, el fujimorismo, sinónimo claro de corrupción y de autoritarismo sanguinario con máscara populista, no termina de desaparecer.
Así, Keiko, hija del expresidente condenado por algunos de sus crímenes de lesa humanidad, candidata a la presidencia por tercera vez e incriminada en varias causas con acusaciones de corrupción, logró imponerse como la segunda más votada, con apenas el 13.4 % de los votos válidos (11 % del total de los emitidos), en una ensalada de 18 candidatos de los que 15, incluida ella, son un abanico de pequeños grupos que postulan las mismas y trilladas recetas neoliberales en lo económico y neoconservadoras en lo social. Con un voto duro, más por desconocimiento de los demás que por propios méritos, Keiko Fujimori dejó atrás al candidato de las élites económicas Hernando de Soto, furibundo neoliberal que obtuvo el 11.6 % de los votos válidos (9.6 % de los emitidos) y a Rafael López Aliaga, empresario y, como casi todos los candidatos, dueño y señor de su partido, quien se quedó con el 11.7 % de los votos válidos.
En ese mar de comerciantes y empresarios de la política, Verónica Mendoza, de Juntos por el Perú, parecía el rostro progresista más coherente y atinado. Sin embargo, con un partido hecho también a su medida y atacada a diestra y siniestra por todos los medios comerciales, en esta su segunda participación como candidata presidencial apenas obtuvo el 7.8 % de los votos válidos. Pero, para sorpresa de casi todos, el dirigente magisterial José Pedro Castillo, del partido Perú Libre —del que no es propietario—, desplegó un discurso rupturista y radicalmente nacionalista y estatista que lo colocó en el primer lugar con el 19.1 % del total de los votos válidos, el 15.7 % de los emitidos. Es de notar que quienes votaron por él pertenecen a ese sector que, cansado del desorden político y del saqueo de los recursos públicos, exige una virada radical de timón, aunque no esté claro cómo y con qué recursos políticos se podrían tomar esas medidas.
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Todo indica que, gane quien gane en la segunda vuelta, en el Perú se profundizará la inestabilidad política, pues, a la par de que ninguno de los dos contendientes posee una bancada amplia y segura en el Congreso, de ganar Fujimori, las causas penales por las que ella está siendo juzgada pueden llevarla de nuevo a la cárcel aun antes de asumir el cargo. De ganar Palacios, las dificultades para gestionar el país pueden ser mayores que las que llevaron al fracaso a Ollanta Humala, pues no tendrá, para nada, libertad de maniobra política, ya que sus propuestas son absolutamente contrarias a los intereses de quienes financiaron las campañas de la inmensa mayoría de los diputados y candidatos presidenciales.
Si en el período de gobierno que está por concluir el país tuvo cuatro presidentes, no sería de extrañar que en el próximo la cantidad aumente, lo cual deterioraría aún más la vida de los ciudadanos.
En Ecuador, la llegada al poder de Rafael Correa condujo a un largo período de estabilidad luego de que por varios años el país viviera, precisamente, una crisis institucional muy parecida a la que afronta actualmente su vecino Perú. Claro, eso ya nadie quiere recordarlo, pues Correa se ha convertido en el puerquito del que todos sacan tajada si le dan de porrazos.
Atacado por todos lados, acusado de corrupción sin más pruebas que delaciones premiadas, muy al estilo de la Lava Jato (Operación Lavado de Carros) de Brasil, Correa y sus simpatizantes tuvieron que empezar de cero la construcción de una alternativa política que les diera continuidad a los logros sociales obtenidos con la Revolución Ciudadana, en la que Vivir Bien fue un proyecto de país. Mas, si su organización política consiguió una significativa presencia en el Congreso y fue la mayor bancada, el 32.7 % de los votos obtenidos por Andrés Arauz en el primer turno no fueron suficientes para ganar en ese momento a pesar de que su principal contendiente, Guillermo Lasso, quedó 13 % debajo, empatado con Carlos Ranulfo Yaku Sacha Pérez. De ahí que la sombra de fraude a favor de Lasso en el primer turno quede flotando, pues las élites ecuatorianas no se habrían sentido para nada cómodas apoyando a Pérez, como tampoco lo estarán las peruanas con José Pedro Castillo.
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Si todos los candidatos hicieron de sus ataques a Correa su plataforma electoral, defender la continuación de sus políticas le dificultó a Arauz ampliar su ventaja. Los derrotados, al atacar abierta y frontalmente las políticas nacional-progresistas del correísmo, abrieron la puerta para que quien compitiera contra su representante en la segunda vuelta tuviera sus votos sin necesidad de declararle públicamente su apoyo. Hubo, sí, hipócritas llamados al voto nulo. Con una masiva participación electoral, dado que el voto es obligatorio, los votos nulos y en blanco pasaron de representar el 12.65 % del total de votos emitidos en el primer turno a ser el 17.86 % en el segundo. Los 744,790 nulos, más entre un pleito y el otro, significaron en esta última contienda el 6.9 % del total de lo emitidos, de modo que superaron significativamente la diferencia que separó a Lasso de Arauz: 3.9 %, que al contabilizarse solo los válidos sube a 4.8 %. El llamado al nulo, en consecuencia, fue un voto contra Arauz y favorable a Lasso.
No está en el horizonte de la plataforma electoral de Lasso romper la fuerte y dramática desigualdad social del Ecuador, que tiene claramente rostro indígena. La misma Revolución Ciudadana fue incapaz de construir una alianza real y significativa con el movimiento indígena, en contra de la cual jugaron siempre los intereses de las élites con sus discursos confrontativos y descalificadores. Con el triunfo de Lasso, el neoliberalismo regional ganó un actor importante, pues él llega con el apoyo de los grandes medios de comunicación y de las altas esferas del capital financiero, con lo que aquellas pequeñas conquistas nacional-progresistas del correísmo pueden irse al traste.
Mas, como en Perú, donde ni Fujimori ni Castillo contarán con amplio apoyo en el Congreso, en Ecuador Lasso tiene una escuálida bancada, 12 diputados de 137, por lo que el desmonte de las conquistas sociales puede ser complejo, no así la privatización acelerada de la economía, con el empobrecimiento aún mayor de la población, en particular la de mestizos e indígenas rurales.
Y si en Ecuador no se vislumbra un horizonte de inestabilidad gubernamental como en Perú, al profundizarse de nuevo la brecha entre ricos y pobres, lo cual dará rienda suelta a mayor endeudamiento del país para que las grandes empresas puedan expatriar fortunas, el estallido social puede afectar la santa paz que las derechas ultraconservadoras esperan disfrutar.
Lasso ganó porque el anticorreísmo fue una bandera que unió a tirios y troyanos, a oportunistas y sectarios con bienintencionados y creyentes fieles del lawfare, promovido nacional e internacionalmente por las grandes cadenas de manejo informativo. Pero muy difícilmente se mantendrán maritalmente unidos cuando los desmedidos intereses de las élites financieras y de empresas transnacionales aprieten aún más la soga de la pobreza. Ecuador no es Guatemala, donde la sociedad se encuentra mediatizada y fraccionada, incapaz de movilizarse. Cuatro de cada diez ecuatorianos siguen defendiendo las conquistas del Vivir Bien y votaron por ello, por lo que las élites aún no tienen la sartén por el mango, como si lo tienen en el país de los k’iche’.
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