Se detenía a las personas consideradas enemigas del régimen sin respetar las mínimas normas que la legislación por ellos impuesta establecía. Antes, como ahora, los procedimientos jurídicos eran instrumentos que solo se aplicaban a algunos. La exhibición personal, por ejemplo, nunca se ejecutó en beneficio de los considerados comunistas.
Arana Osorio también incurrió en esta práctica, pero fue en el tiempo de Lucas García cuando este mecanismo se utilizó para eliminar sistemáticamente a los opositores. De Manuel Colom a Alberto Fuentes, pasando por Hugo Rolando Melgar, Bernardo Lemus y Carlos Centeno, todo aquel que fuese considerado comunista era eliminado con lujo de saña y violencia. Jóvenes como Julio del Valle e Iván Bravo corrieron la misma suerte. La lista de asesinatos en plena vía pública es innumerable y a casi todos se los acusó anónimamente de comunistas.
Durante todos esos años, ser simpatizantes de ideas racionalistas, ateas o anticapitalistas era sinónimo de comunismo y la condena a muerte o desaparición estaba dictada. De esa cuenta, solo era de acusar a alguien de participar de tal pensamiento para quitarlo del camino. El mismo Benedicto Lucas García acusó en varias entrevistas de esos asesinatos a la ultraderecha, interesada, según él, en desestabilizar a su hermano el presidente. No hay hasta ahora nadie enjuiciado por esos crímenes. Y hasta la fecha exmilitantes o simpatizantes de aquellas ideas temen decir que lo fueron, pues eso les puede significar exclusión y marginación.
Es evidente que el genocidio de comunistas fue una acción de larga data y de feroz intensidad, al grado de que, a 20 años de firmada la paz, aun aquellos que no se alzaron en armas, pero simpatizaron o formaron parte del Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), son vistos con recelo y hasta con menosprecio. Si el genocidio de los pueblos indígenas ha sido puesto en debate y juicio, decir que se eliminó a personas por el simple hecho de sus supuestas creencias no alcanza relevancia, pues hasta los mismos familiares de las víctimas tratan de reivindicarlos por otras acciones, pero no por sus ideas o su militancia.
En esa espiral de terror y sangre, el golpe de Estado de 1982 pareció una luz para los familiares de desaparecidos en aquel entonces, como Emil Bustamante. Sin embargo, los ruegos de su madre y de sus tíos cayeron en el vacío, como el ruego de muchas otras familias que esperaban ver a sus familiares al menos tras las rejas para luego intentar defenderlos ante jueces. Pero la situación fue otra. Los militares golpistas no estaban para construir la democracia ni para darle al país un modelo incluyente que quitara las banderas y las demandas a los que desde distintas visiones y posiciones proponían resolver esas desigualdades. El propósito golpista era simplemente reorganizar el Ejército tratando de hacer menos evidente y profunda la corrupción que lo carcomía. El toque de puertas de cuarteles de la ultraderecha para que se les reconociera el supuesto triunfo electoral entusiasmó a esos jóvenes oficiales, que, formados en esa ideología de que todo opositor y crítico al statu quo era comunista, no supieron impulsar la democracia, pues de esta apenas si conocían explicaciones simplistas y autoritarias.
El jefe escogido para dirigir el Estado se posicionó en su función y marginó a los golpistas. Ríos Montt decidió gobernar en solitario y, si bien liberó a algunos supuestos guerrilleros, como la exesposa de Édgar Palma Lau y sus hijas, optó por realizar o aceptar sin chistar el asesinato de acusados de comunistas como Emil Bustamante. Prometió que no habría muertos en la calle, pero no fue capaz de hacer juicios públicos y honestos a los detenidos que continúan hasta hoy desaparecidos.
La vorágine autoritaria riosmonttista hizo crisis dentro del Ejército, y pronto los viejos oficiales decidieron acabar con ese ensayo mesiánico en el que los jóvenes oficiales no lograron configurar una propuesta coherente. De Muñoz Piloña a López Bonilla, aquellos supuestos modernizadores dejaron los cargos, y otros genocidas asumieron la función.
La desaparición forzada se hizo práctica cotidiana en el breve pero sangriento régimen de Mejía Víctores. Si la presión externa era que se entregara el poder a los civiles, la decisión fue hacerlo sin que opositores capaces de articular propuestas críticas pudieran presentarse al juicio de las urnas. Curiosamente, fue con Mejía Víctores con quien se organizó el más macabro de los archivos de la represión, el ahora conocido como Archivo Militar. Su veracidad ha quedado confirmada con la identificación de cinco de las víctimas, todas aparecidas en las fosas donde funcionó el destacamento militar de Comalapa, Chimaltenango. Doscientas quince víctimas más encontradas en esas fosas esperan ser reconocidas. Ese archivo delata que había una estrategia de persecución y detención de comunistas, pues la mayoría de los allí listados son vinculados al PGT. Otras muchas desapariciones y otros muchos asesinatos en la vía pública sucedieron en esa época, pero, por lo que parece, no fueron informados al responsable de este archivo, ya que su desaparición respondía a otras lógicas de terrorismo de Estado.
Si el asesinato político es un crimen de lesa humanidad, perpetrarlo cuando la víctima ha sido inmovilizada es la muestra más evidente de la cobardía y del sadismo, pues antes del asesinato se los torturó hasta el cansancio. Todos esos desaparecidos, acusados indistintamente de comunistas o de «portadores de ideas ajenas a nuestra idiosincrasia», claman por aparecer. Informar sobre el paradero de sus restos es un acto indispensable para la sanación de las heridas que esa visión autoritaria y fascista del quehacer político produjo en la sociedad guatemalteca.
La verdad y la justicia resultan indispensables si queremos cimentar la democracia. De lo contrario, generaciones tras generaciones irán creciendo y desarrollándose bajo la creencia de que existen seres humanos capaces de capturar, torturar, asesinar y desaparecer a sus congéneres por el simple delito de pensar diferente, de que existen ideas y visiones del mundo que deben ser combatidas eliminando a sus portadores.
Informar sobre el paradero de tantas víctimas es indispensable y urgente. La dignificación del Ejército lo exige. La construcción de nuestra democracia lo demanda. Es de esperar que, ahora que acusados como Édgar Ovalle cobardemente se esconden, huyen y dejan a sus compañeros de armas enfrentar juicios que ellos negaron a sus víctimas, las actuales autoridades se decidan a abrir los archivos militares y entreguen la información necesaria que nos permita a todos como sociedad cerrar de una vez por todas esta ignominiosa página de nuestra historia.
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