Si a Jimmy Morales y a las huestes de las que forma parte les resultó más que efectivo y ventajoso trasladar la sede de la Embajada de Guatemala en Israel a Jerusalén, Alejos parece estar convencido de que, si consigue expulsar del país a los cubanos de las brigadas médicas, sus caletas en Carson City, Las Vegas o Pierre, capitales de los paraísos fiscales de Nevada y Dakota del Sur, estarán más que a salvo y de que sin dificultad podrá visitar a sus entrañables amigos Érick Archila y Mario Leal, prófugos de la justicia guatemalteca, pero cómodamente radicados en aquel país del norte, que compra y consume drogas por toneladas y expulsa por millares a los migrantes.
Los médicos cubanos están en Guatemala desde 1998, cuando Álvaro Arzú Irigoyen descubrió que era más fácil y barato traer médicos y paramédicos cubanos que intentar convencer a los profesionales guatemaltecos de atender en regiones inhóspitas a guatemaltecos que de otra manera quedarían en total desamparo.
Todos los gobiernos después del panista, en distintos momentos y con variadas razones, han querido expulsar a las brigadas cubanas porque al final de cuentas son una evidencia clara de la incapacidad de una sociedad de ofrecer mínimos servicios de salud a buena parte de sus ciudadanos, pero, cuando ponen en la balanza la relación costo-beneficio, optan por dejar las cosas como están, aunque es ya costumbre que el pago de los emolumentos acordados se cubran con prolongados y molestos atrasos, en detrimento de la precaria economía cubana a causa del férreo bloqueo impuesto por décadas por Estados Unidos.
Cuba puede brindar esa colaboración, que no es totalmente gratis, porque desde hace más de medio siglo viene implementando sus sistemas de educación superior y de salud a partir de bases político-sociales totalmente diferentes a lo que se ha hecho en Guatemala. Allá la salud es considerada un derecho y ¡para nada! una mercancía, por lo que no solo es gratuita, sino de calidad. Y es bajo esos principios que sus médicos y paramédicos son formados. El egresado, en consecuencia, ha optado por esa carrera porque lo anima un espíritu de servicio, al margen del interés económico, que en el caso de la cultura guatemalteca es la base de toda formación profesional.
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Porque en Cuba la educación también es gratuita y de calidad tanto en las ciencias puras como en las aplicadas, al grado de que es el único país de América Latina que se ha propuesto desarrollar su propia vacuna contra el covid-19, cosa que ni siquiera se les ha pasado por la mente a diputados y gobernantes, mucho menos a los dueños de las universidades (públicas y privadas), donde se forman médicos, biólogos y químicos. Las inversiones en salud, educación y desarrollo tecnológico no están orientadas al lucro, como legal o camufladamente se hace en nuestros países.
Evidentemente, esta visión de lo público conduce a efectos diferentes. En Cuba se forma en la educación superior todo el que tiene capacidad e interés para hacerlo, y no solo el que puede pagar sus estudios. Allá la inversión personal y familiar cuenta con el apoyo irrestricto del Estado, lo que permite que grandes contingentes de jóvenes se formen anualmente en las distintas profesiones.
En Guatemala, como en todos los países de la región, la educación, y particularmente la superior, requiere de inversiones personales y familiares que ya de por sí modifican la visión del quehacer profesional.
Se hacen sacrificios financieros para que el miembro de la familia que estudia tenga al graduarse una vida menos incómoda y pueda hacer, sin mayor dificultad, esas mismas o mayores inversiones en su descendencia. En consecuencia, se estudia para que la movilidad social sea no solo de estatus, sino económica. De ahí a pagar fortunas en universidades privadas que apenas semiocultan que lo único que hacen es vender diplomas hay solo un paso en la creencia de que lo que da la opción al enriquecimiento es el diploma, y no el conocimiento, y de que las relaciones que se hacen en los colegios y universidades a donde van los ricos son la puerta para cambiar de estatus económico.
Sin préstamos para estudios, mucho menos becas para su manutención, los jóvenes cuyas familias no pueden gastar en escolaridad quedan desde su infancia al margen de los procesos de formación profesional aun en aquella universidad que es financiada con fondos públicos.
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No sucede eso en Cuba, donde la única condición para el acceso a la educación superior son las capacidades intelectuales del estudiante. Allí no va a la universidad solo el que puede pagar o el que tiene contactos. Asiste el que ha demostrado estar formado para seguir estudiando.
Pero la gratuidad exige una retribución posterior. El egresado debe prestar servicios profesionales donde el país lo requiera, al menos durante períodos semejantes al de su formación. De ahí que los médicos y salubristas opten por participar en las brigadas, ya que les permiten cumplir con ese requisito a la vez que ganan experiencia.
Esto lleva a que las remuneraciones transiten, también, por otros mecanismos. En las sociedades donde la salud es una mercancía y, en consecuencia, por el propio diseño económico y político, la salud pública es deficitaria, el paciente solo recurre a ella en caso de extrema necesidad y cuando tiene como pagarla o al menos como adquirir los insumos mínimos para su atención, así como las medicinas, que en este modelo son mercancías casi estimadas de lujo. El médico cobra por la atención médica y tasará sus precios a su sabor y antojo, según sea el estatus social en el que se desempeñe.
En el caso de las brigadas médicas, es el Estado cubano el que recibe el monto total de los emolumentos que el país, que se beneficia con la labor de los brigadistas, se ha comprometido a pagar, lo cual tiene tres componentes: los recursos que para su manutención recibe el médico o paramédico en el país donde se encuentra, que los recibe puntualmente y en la moneda del país en el que se encuentra; los recursos destinados a la manutención de sus familiares, que son transferidos en moneda local a sus familias, ¡y los impuestos!, que el brigadista debe cotizar y que es la parte con la que se queda el Estado para con ello financiar la salud y la educación de las nuevas generaciones.
No hay, pues, como se le ocurrió al gobierno de Bolsonaro en Brasil, trata de personas, argumento que sin mayor fundamento, y con la más mínima convicción sobre el asunto, han blandido Alejos y sus titiriteros estadounidenses, particularmente el senador Rubio.
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