Eso se dijo en los canales y emisoras de radio al servicio de quien gobierna. Eso se repitió en los cuarteles, dormitorios y oficinas de Casa Presidencial. El valeroso presidente había hecho lo que ninguno en estos 17 años. Los reflectores, los más fuertes y claros posibles, debían enfocar la sonrisa humilde del cómico que llegó a presidente. Las fanfarrias debían sonar como cuando Jorge Ubico se paseaba por los poblados y los cohetillos explotar en fila por centenas de metros.
Pero, como no todo lo que brilla es oro ni, como los chicharrones, no todos los cohetillos truenan, resulta que, apenas circularon los resúmenes del levantamiento de información, los mismos señores debieron regresar al estrado, ya sin muchas luces y sin algarabías, para decir que esos eran solo datos preliminares; que no se había terminado de contar (tal vez porque no tienen suficientes dedos en las manos); que no sabían a qué lugares no habían llegado los encuestadores; que sí sabían, pero que no lo podían decir; que eran muy pocas casas, pero que podían ser muchas más. Lo que sí es totalmente cierto es que los datos no son aún ciertos.
Todo esto sucede al final de un mandato, cuando ya a quien gobierna las informaciones le serán inútiles para definir, delimitar y organizar sus políticas públicas. Chuecos o válidos, estos son los datos que nos hereda el peor presidente que el país ha tenido, y eso no lo dicen ni las radios ni los canales de televisión progubernamentales: lo dicen encuestas comerciales, por ahora más confiables que el censo.
Contradictorio, pues un censo es la plataforma básica de información de un país que no cuenta aún con mecanismos institucionales para tener al día la información de sus ciudadanos. Los censos no parten de una hipótesis estadística, por lo que no se puede buscar el error. No hay ni más ni menos. El dato es ese, simplemente. Es la base censal la que permite definir muestras para las encuestas, con la que se hacen proyecciones y, en consecuencia, se delimitan políticas públicas.
[frasepzp1]
Así pues, como sucedió en 2002, las dudas flotarán en el el ambiente hasta que tengamos un nuevo levantamiento de información sobre el universo de los nacidos y residentes en este sangriento, deforestado y empobrecido país. Tal vez los datos de ahora son más exactos que los de aquella vez y por eso hemos estado trabajando con informaciones equivocadas. Posiblemente no éramos tantos en 2002 y ahora sí somos los que dice el censo que somos.
Que los resultados de un esfuerzo tan caro y complicado estén en entredicho es responsabilidad, única e intransferible, del presidente Morales y de su séquito. Si el levantamiento se hizo cuando ya no le era útil, presentarlo antes o después de que termine el verano no tenía ninguna importancia. Lo único que contaba era que todos, y cada uno de los usuarios, confiaran casi ciegamente en esas informaciones.
Pero el proceso nació y evolucionó mal. Fue visto como un evento propagandístico más, y no como el cumplimiento estricto de una obligación gubernamental. Así, se puso en marcha cuando la veta autoritaria cubría ya toda la extensión y profundidad del gobierno.
No se escogió para dirigirlo a quien más garantías de calidad y objetividad ofrecía. Se optó por una persona que sabía del tema, que tenía probada honestidad y, sobre todo, que no parecía estar manchada de rojo, sino apenas del naranja de haber sido la secretaria de Planificación del gobierno de Pérez Molina.
[frasepzp2]
Había ejercido el cargo con total transparencia y eficiencia. Sabía muy bien la importancia de un levantamiento como ese. Pero pronto cayó en desgracia ante el señor. Se le acusó de tener en las venas antecedentes rojillos, no vistos en los rayos X de la inteligencia militar, de ser una cuarta columna de los patojos y las patojas de Somos, y de la noche a la mañana se atacó su honorabilidad y profesionalismo. ¡Fuera!, dijo en Casa Presidencial la voz fúrica y contundente del amo, y la profesional debió renunciar antes de que el largo día del censo comenzara a clarear.
Llegó un extranjero conocedor de las técnicas, pero desconocedor del país, de sus laberintos y triquiñuelas. La cartografía, los mapas territoriales, fundamentales para todo levantamiento de ese tipo, fue construida a la carrera, al grado de que aún no se proporcionan al público. El Ejército tiene los suyos, pero son tan exactos que, cuando ven una pista de aterrizaje en el radar, salen disparados para el norte cuando las avionetas del narco están aterrizando en la costa sur. Se regatearon sueldos para los puestos de responsabilidad y en muchos casos se presionó para contratar gente afín al gobierno y a sus allegados.
La boleta fue validada entre correligionarios, sin abrirla a debate y mejora a los diferentes centros de investigación, esos a los que les dicen tanques de pensamiento. El presidente, sabio, dijo que para qué, que tanques solo los del Ejército. Y por allí sí pasó el cuestionario. No fuera a tener aún olor al azufre de la señora que fue despedida porque el censo debía decir cuántos somos, en alusión al proyecto de intento de partido político que impulsaban algunos jóvenes descarriados.
No se preguntó por familiares en el extranjero. No fuera a ser que el número de secuestrados y desaparecidos en el período del conflicto aumentara. Y se obligó a los mestizos a que dijeran que son ladinos.
Y, al salir a la calle, los encuestadores debieron recular en muchos lugares por temor, por instinto de conservación. No hubo allí soldados ni policías que ampararan al débil y tímido encuestador. Y quedaron así áreas y poblados sin censar, de las que saben los altos jefes, pero de las cuales no se nos quiere informar «para no provocar más desconfianzas».
Así pues, con todas estas salvedades, limitaciones y vacíos, no queda más que trabajar con esos datos: aceptar que 2 de cada 10 guatemaltecos aún no saben leer ni escribir, que solo 6 de cada 100 tienen escolaridad más allá de sexto primaria y que no hay en el horizonte políticas públicas serias para remediar ese y otros tantos males que desnuda este censo.
Más de este autor