En la columna anterior seguí la ruta trazada por Albertus y Menaldo sobre por qué algunas democracias logran proveer bienes públicos y representar al ciudadano promedio mientras otras no. La evidencia histórica señala que la mayoría de las democracias son diseñadas durante el régimen autoritario, desde arriba y para arriba. Recordemos que la mayoría de los dictadores no son reemplazados por levantamientos populares; algunos incluso mueren en condiciones apacibles. Por tanto, las élites, tanto políticas como económicas, suelen ser los actores que, a través de negociaciones, preparan una transición en la que si las condiciones están dadas, aseguran sus privilegios, usualmente en Constituciones. En ese sentido, muchas democracias no significan una tabula rasa inmediata, sino una continuación de vestigios autoritarios y ventajas que perduran. Algunas logran profundizarse con el tiempo, pero otras no.
Hace poco empecé a leer La economía atrapada de Juan Alberto Fuentes Knight y me parece que su investigación no solo encaja con la tesis anterior, sino que la detalla y elabora el caso guatemalteco. Fuentes Knight se centra en los actores económicos y los divide en subgrupos, distinguiendo sus motivos e intereses de los de militares, políticos, grupos delictivos. Lo que analiza en el libro son los tratos que logran elaborar los actores predominantes, especialmente los llamados «gestores de poder» (cervecería, bebidas alcohólicas, cemento) con los gobiernos, en el espacio en donde se entrecruza la política y la economía.
Estos tratos no solo condicionan el crecimiento económico del país, sino su propio éxito empresarial. Por ejemplo, durante la época liberal varios consorcios familiares de los «gestores de poder» lograron tratos cerrados con el Estado que les beneficiaban. Los mismos grupos evitaron ser afectados durante la estrategia de sustitución de importaciones llevada a cabo por el Mercado Común Centroamericano evitando la competencia. Los grupos favorecidos han sido los exportadores rentistas, pero sobre todo los ya nombrados «gestores de poder», ambos centrados en industrias protegidas, con baja o nula competencia, de las que extraen rentas. Con el tiempo, algunos de estos grupos se han consolidado, especialmente durante la época neoliberal que coincide con la vigencia de la actual Constitución hasta nuestros días. Tal y como lo señalaron Albertus y Menaldo, algunos de estos tratos están incluidos en la Constitución, como la restricción tributaria que da poder de veto a la élite económica o la prohibición de que el Banco de Guatemala pueda prestar dinero al gobierno –de allí el encadenamiento del Estado–, pero otros no, como las privatizaciones que tuvieron lugar en los años noventa.
Las relaciones de fuerza son dinámicas como diría Foucault. Lo reseñable es que, en los últimos años, las élites políticas han tomado cierta autonomía respecto a los «gestores de poder», a causa de fuentes de financiamiento alternativas (algunas de orígenes ilícitos) y un Estado debilitado. En estas elecciones se puede esperar que la coalición actual (élite económica tradicional, políticos y grupos delictivos) se configure y el grupo emergente (políticos y grupos delictivos) termine por desplazar a los «gestores de poder». Desplazarlos no implicará su fin, sino que configurará una nueva convivencia, una donde los que mandaban serán ahora los mandaderos, como dice Quique Godoy. Escenario altamente probable si terminamos de transitar a un autoritarismo absoluto este año.
Resulta importante recordar que para que el capitalismo funcione de una manera dinámica –asegurando innovaciones y progreso que se trasladen en un mayor bienestar general– son necesarias, aunque insuficientes, ciertas condiciones. Entre ellas está la protección de la propiedad privada, mercados competitivos, mercados que premien el talento. Cuando no son mercados competitivos, como muestra Fuentes Knight en los mercados de los «gestores de poder», los empresarios dedican más esfuerzos a mantener su posición dominante, a través de cabildeo o actividades ilícitas, en lugar de crear valor económico y prosperidad. Para ello es necesario contar con un gobierno capaz y eficiente, ya sea que tome un rol activo en el desarrollo o uno más limitado, pero como mínimo tiene que asegurar el cumplimiento de las reglas del juego y que los «tratos» sean abiertos e inclusivos para que promuevan bienestar general. Por último, tiene la obligación de proveer bienes públicos, no solo porque son esenciales para una vida digna, sino también por sus efectos positivos en la actividad económica, invirtiendo en infraestructura, educación. Sin embargo, con la «fobia al Estado» que domina en la élite económica y el discurso neoliberal, resulta improbable.
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