Dicha plataforma imagina un mundo en el que todas las mujeres y todas las niñas ejerzan sus libertades y opciones y hagan realidad todos sus derechos, como vivir sin violencia, asistir a la escuela, participar en las decisiones y tener igual remuneración por igual trabajo. Esta acción desencadenó en aquel entonces una voluntad política notable y visibilidad mundial (aunque ha funcionado mejor en algunos países que en otros). Más recientemente, en diciembre de 2011, la Asamblea General de las Naciones Unidas declaró el 11 de octubre Día Internacional de la Niña en busca de que se reconozcan los derechos de esta y los desafíos únicos que ella enfrenta alrededor del mundo, así como de promover su empoderamiento y su derecho a una vida segura, educada y saludable no solo durante esos años críticos de formación, sino también a medida que madura y se convierte en mujer.
Obviamente, Guatemala también destaca en este tema por ser de los países con peores resultados, de modo que vergonzosamente ostenta el penúltimo lugar de América —solo superado por Haití— en índices de oportunidades para las niñas, lo cual se basa en datos como matrimonio infantil, embarazo adolescente, mortalidad materna como indicador del acceso de las niñas a atención médica y tasa de educación.
Según el Observatorio de los Derechos de la Niñez de la Ciprodeni, solo de enero a agosto de este año se han registrado 2,711 exámenes de reconocimiento por delito sexual, 387 por maltrato y 69 muertes violentas en niñas y adolescentes de 1 a 19 años. Ello, sin contar que ser niña no ladina agudiza la desigualdad. Por ejemplo, menos del 1 % de las niñas que se gradúan de nivel medio en todo territorio nacional pertenecen a los pueblos originarios.
Charlando con una anciana de comunidades rurales, puedo ver que esta hostilidad existente se ha perpetuado desde generaciones atrás:
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«Mi papá tomaba mucho boj [jugo de caña de azúcar]. No había día que él no tomara. A veces no teníamos qué comer. Él se enojaba cuando mi mamá le pedía dinero. A los siete años yo ya me daba cuenta de lo que pasaba en casa. Cuando mi papá llegaba bien bolo y muy violento, nos decía que nos iba matar [con machete] a pedazos. Nos daba mucho miedo porque nos sacaba de la casa. En ese entonces ya estaba mi hermano. Él, de la cólera, probaba el boj molestando. Así fue creciendo hasta que ambos tuvieron ese vicio, y por eso fue que murieron: por tomar. Cuando nosotros teníamos hambre, mi mamá conseguía bananos y con eso comíamos. En las tardes, cuando mi papá llegaba bolo con su machete en la mano, nos íbamos a quedar a dormir debajo de los árboles grandes. Allí amanecíamos, y él en la casa tranquilo.
»Ya muerto mi papá, vivíamos tranquilos. Cuando tenía diez años, con mi hermano íbamos a buscar leña. Así fui creciendo. Cuando tenía 12 años aproximadamente, él me decía: “Cuando alguien venga a pedirte, te tengo que dar. Porque me cuesta cuidarlos y no tengo que darles”. Yo tenía mucho miedo cada vez que me decía así. Un día llegó un muchacho a visitar a mi mamá —recuerda entre lágrimas—. Él le llevaba cosas para comer. En ese momento yo me fui a esconder. Vivía en la misma aldea, solo que un poco retirado. Le dijo a mi mamá que yo le gustaba. Como la casita era de tañil forrado de costales, desde allí miraba y oía lo que decían. Mi mamá le respondió: “¿De verdad la quieres? ¡Te la regalo!”».
Por ello es importante tomar conciencia de que, si reciben apoyo efectivo durante la adolescencia, las niñas tienen el potencial de cambiar el mundo tanto en su calidad de niñas hoy como en su calidad de profesionales, madres, emprendedoras, mentoras, jefas de hogar o líderes políticas mañana.
Como sociedad, tenemos una deuda con las niñas. Es nuestro deber exigir inversión y políticas públicas, además de luchar por su derecho a un futuro más equitativo y próspero.
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