Amin Maalouf analizó las identidades asesinas que suelen asociarse a los fenómenos religiosos y a las doctrinas totalitarias, pero que también anidan en democracias representativas con aires de modernidad. Estas identidades asesinas se construyen en oposición a un enemigo al que se teme y odia: dos pasos previos para justificar o tolerar su eliminación.
Las identidades asesinas son producto de la exclusión. Sus raíces económicas, culturales y psicológicas se cultivan a través de generaciones y se desbordan en períodos de crisis. En Guatemala, por citar el caso más dramático, se han construido identidades asesinas desde las maras, legiones de personas jóvenes que ven al resto como la otredad que los desprecia y a la cual deben su marginación.
Pero no quiero referirme en este caso a las maras, sino a las identidades atravesadas por el imaginario ladino, urbano, cristiano, solemne, machista, hipócrita, con aspiraciones clasemedieras y con tufos de derechas que se sintetizan en la aversión a lo popular.
Estas personas, insertas en el circuito de consumo y entretenimiento compulsivo descrito por Mario Roberto Morales, han desarrollado una particular antipatía por las izquierdas, aunque en el fondo no comprendan que en Guatemala ni siquiera hay un discurso anticapitalista y que lo más izquierdoso que encontraremos es el rechazo al neoliberalismo. Estas personas no la pasan bien. Viven endeudadas, al límite de su capacidad, y deben culpar de sus carencias al Estado, a las oenegés, a los derechos humanos o a cualquier fantasma que los medios les pongan enfrente con el fin de invisibilizar el verdadero enemigo.
Nuestro personaje tiene propensión a la violencia, que ha mamado de la familia y de los medios de entretenimiento, violencia que ha naturalizado como víctima y eventualmente como victimario, de manera que solo hace falta una turba o un detonante accidental para que esa identidad asesina aparezca.
No estamos hablando de un fenómeno aislado. La violencia es parte de nuestro entorno y ocasionalmente estalla de manera abrumadora. La muerte de 41 niñas en el Hogar Seguro Virgen de la Asunción estuvo acompañada de silencios, criminalización de las víctimas, sospechas lanzadas contra las familias y, en relación con el grueso de la población, escasa empatía. Hace pocos días, un criminal arrolló a una decena de niñas que cerraron el paso vehicular en señal de protesta. Más allá de quién sea esa persona, de nuevo es indignante la manera como se encuadraron las noticias, que lamentaron el hecho, pero visibilizaron, en tanto fuera posible, que se estaba violando el derecho a la locomoción: argumentos dentro de la corrección política, pero condescendientes con quienes destilan solidaridad por el victimario.
Recuerde que criminalizar la protesta social es el primer paso para legitimar la represión, pues así se cierra el último espacio de inconformidad ciudadana. Lo más paradójico es que los mismos sectores reaccionarios que legitiman la violencia para reprimir la protesta se regocijan con la violencia en sitios donde el sagrado mercado no reina, como Guatemala.
Las identidades asesinas se construyen en personas comunes y corrientes, como usted o yo. El gran reto es tratar de comprenderlas para desmontarlas racionalmente y prevenirlas con un sistema social incluyente.
No debe sorprendernos entonces que una persona al volante haya arrollado a un grupo de niñas. En cierta forma, ese acto debe atribuirse a una constante lluvia de mensajes que se sintetizan así: quienes te bloquean el paso son el enemigo.
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