Esa energía es imprescindible para la vida. ¿Por qué entonces las llamadas industrias extractivas causan tanto daño, produciendo tanta conflictividad social, siendo tan resistidas por las poblaciones? Por la forma en que se hacen.
En Guatemala dichas industrias (hidroeléctricas, minería, cultivos extensivos para agrocombustibles) constituyen hoy uno de los principales conflictos abiertos en términos político-sociales. Como se realizan en territorios habitados por pueblos originarios de origen maya, para los habitantes de esas regiones la llegada de estas iniciativas no representó una buena noticia. ¿Por qué? Por las características con que esa industria extractiva, dada por capitales multinacionales asociados en general a grandes capitales nacionales, se ha venido comportando. Produjo el despojo de territorios ancestrales de pueblos originarios, con argucias legales o por la fuerza. Los movimientos campesinos-indígenas allí asentados (fenómeno similar en toda Latinoamérica) protestan por ello, por lo que hoy representan la principal afrenta al sistema capitalista dominante. La lucha de clases, que nunca desapareció, se expresa hoy a través de ese conflicto.
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Esas industrias son altamente contaminantes para el medio ambiente, al menos en la forma en que se vienen realizando: quitan agua y tierras cultivables a los pueblos originarios, lanzan desechos químicos tóxicos contaminando mortalmente flora y fauna, atentando también contra la vida humana, crean problemas que nunca solucionan más allá de las promesas, destruyendo el equilibrio natural.
Quizá sin representar propuestas clasistas, revolucionarias en sentido estricto (como las concibió el marxismo clásico), estos movimientos de protesta representan una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa antisistémica, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. Por ejemplo, en el informe Tendencias globales 2020 - Cartografía del futuro global, del Consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: «A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…). Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas».
La apreciación geoestratégica de Washington no se equivocaba: vemos claramente en Guatemala –así como en otros países de la región–, a estos movimientos indígenas y campesinos en una fuerte lucha contra toda la industria extractiva, vivida como invasión, como factor de exterminio.
La respuesta del Estado, defensor en definitiva de los capitales (nacionales y multinacionales) y no juez ecuánime entre todas las partes, es la represión. Los despojos de tierras ancestrales en muchos casos son hechos por la propia policía y/o el ejército, instituciones del Estado pagadas con los impuestos de toda la población. Pero, en estos momentos, la situación se pone peor aún para los sectores populares. Se vuelven a repetir modalidades que se dieron en los peores años de la guerra contrainsurgente. Es decir: asistimos a mecanismos de terror, con desapariciones, amenazas veladas y abiertas, asesinatos selectivos de líderes comunitarios. Ello, acompañado de la criminalización de todas las luchas campesinas. ¿Vendrán luego las masacres de poblaciones completas?
Pese a la Firma de la Paz, esa represión nunca ha terminado. Sistemáticamente se asiste a la muerte de líderes campesinos, o en su defecto cárcel para quienes enarbolaban luchas por sus justas reivindicaciones contra estas industrias, con el silencio cómplice del Estado. En los departamentos de Alta y Baja Verapaz, Izabal y Petén la situación está al rojo vivo.
¿Quién había dicho que la lucha de clases terminó? ¿Dónde quedó aquello de «resolución pacífica de conflictos»?
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