Sucede que el país, después de la Segunda Guerra Mundial cuando quedó como la principal potencia mundial, siempre en disputa ideológica con la Unión Soviética, comenzó a dilapidar recursos en forma crecientemente desaforada. Su despilfarro fue fenomenal, llegando a consumir mucho más de lo que producía. Por tanto, gastó en forma insaciable. Así fue endeudándose, a nivel micro, en cada hogar, como a nivel macro, en las finanzas públicas. Ello trajo como consecuencia un endeudamiento que se tornó impagable en términos técnicos: no hay tanto dinero para solventar esas deudas. La solución: dolarizó la economía global, imponiéndose la moneda estadounidense como divisa universal. Ello se mantuvo solo por presiones de Washington hacia el resto del mundo. Para que no quedaran dudas de quién mandaba, ahí están las 800 bases militares diseminadas por toda la faz del planeta, custodiando la «libertad» y la «democracia».
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Ese endeudamiento, más el traslado de muy buena parte de su parque industrial fuera de su territorio buscando mano de obra más barata, pasaron factura. Hoy la gran potencia está desindustrializada, perdió la dinámica de otras épocas, fue superada en lo económico por China y ya no tiene el primer lugar en el desarrollo científico-técnico de vanguardia. O, al menos, va perdiéndolo a manos de los chinos. Incluso en la militar, la Federación Rusa, heredera de la extinta Unión Soviética, le habla de igual a igual, o incluso la supera en algunos aspectos. De ahí la retórica triunfalista con su promesa de «volver a ser grande».
Pasados ya varios meses, puede verse que hay mucho de mediático en su discurso. Al igual que Milei en Argentina —¿está de moda ser grosero e irreverente?— carga una motosierra contra todo lo que le resulta un obstáculo. De hecho, es un transgresor total: convicto de una veintena de delitos federales, gracias a su condición de mandatario todopoderoso, aun contraviniendo la ley, ejerce sus funciones como presidente. Su mensaje claro es de arrogancia absoluta, prepotencia total y aplastamiento del rival.
Definitivamente, no es un «loco» puesto en el poder, sino que responde a un determinado proyecto político: intentar detener el crecimiento de China. O, al menos, buscar complicarlo, ponerle obstáculos. Como todas las grandes civilizaciones, léase: los imperialismos, alcanzan su cenit, y luego caen. ¿Por qué no le sucedería lo mismo a Estados Unidos? Sus insolentes bravuconerías no alcanzan para recuperar el terreno perdido.
Recuperar el Canal de Panamá, anexar Groenlandia, transformar Canadá en otro estado de la Unión, combatir los carteles de narcotráfico invadiendo México, acabar con las guerras más mediáticas (Ucrania y Medio Oriente) en un santiamén, poner aranceles a todo el mundo buscando el regreso de la industria deslocalizada al territorio propio, deportar a millones de latinos indocumentados, echar a medio mundo en la administración pública a través del DOGE manejado por Elon Musk. Todo eso, siempre dicho con una narrativa de vaquero bravío.
Para mucha gente dentro de Estados Unidos ese era el camino a seguir -por eso ganó las elecciones-. Pasado este semestre, nada de eso se está cumpliendo, más allá de la declamación mediática. Según una encuesta realizada entre el 11 y el 14 de julio, el 55% de estadounidenses encuestados (de ambos partidos) desaprobaba la gestión de Trump.
Observado en detalle lo actuado, su administración ha significado más problemas que beneficios. Los famosos aranceles lo único que traerán será inflación, que pagará el ciudadano común. Las industrias no están retornando, la deportación masiva de trabajadores agrícolas trajo la fuerte protesta del empresariado del campo. Las guerras no terminaron y, para peor, ha subido recientemente la retórica nuclear con Rusia. Conclusión: no se pasó de la payasada.
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