Entonces desperté. Me encontraba recostado sobre la mesa de mi escritorio en la universidad, mientras uno de los aprendices domesticados del Muso Ayáu describía los principios irrefutables del universo. Nos explicaba el «proceso económico». El único y verdadero. Mis compañeros, tan hambrientos por dejar huella y contribuir a su sociedad, se lo comían todo sin darles un vistazo a los ingredientes. Era apenas mi segundo semestre de Derecho en la Marro. Buscaba propósito e identidad. No la encontraría sino hasta mucho después.
Entonces tenía problemas para asimilar la idea de que, mientras mis padres costeaban una educación deficiente, sesgada y sobrevalorada, había decenas, cientos, miles de niñas y niños ansiosos por un bocado de comida que les renovase la esperanza de seguir viviendo.
No me salían las cuentas.
Mientras tanto, los vástagos de la élite terrateniente del país, idealistas aún, se llenaban la boca de justicia y equidad en un país construido por sus abuelos a base de injusticia e iniquidad. Después del show nos íbamos de fiesta todos, navegando indiferentes de privilegio en privilegio.
No cuadraba la cosa.
Intentaba recordar que se vale soñar, que a veces no es malo desafiar el consenso. «Podemos hablar de alternativas», me decía a mí mismo. Sin embargo, no pude evitar sentirme culpable por ser un romántico ante la ausencia de autocrítica en mi entorno inmediato. Me convencí a pensar que ser idealista es como tener grandes alas y no tener pies. Aquellos anhelos eran pura fantasía. Si no me sometía el pensamiento dominante, me quedaría sin participar del éxito al que estaba destinado.
No me equivoqué. La insumisión me ha traído muchos problemas, pero también oportunidades inesperadas.
Quince años y algunos mechones plateados después me pregunto una vez más por qué es tabú hablar de desigualdad, redistribución y equilibrio. ¿Es que realmente no se vale soñar?
Creo ahora que es algo íntimo. Es legítimo ver con los ojos. Y es legítimo ver con el alma. Hoy los invito a que soñemos desde esa luz que todos compartimos, en la cual todos somos iguales. Entremos juntos al Índigo esencial e imaginemos una historia alternativa.
Primero hablemos de hegemonías
Hegemonía significa un estado de dominio inmerecido. Implica desigualdad de condiciones para planificar una vida digna. En los polos del espectro hegemónico encontramos al privilegiado de un lado y al oprimido del otro. Los privilegiados, en conjunto, constituyen la élite, es decir, pocos sujetos que concentran muchos y desproporcionados poderes económicos y políticos. Monopolizan el conocimiento y la oportunidad.
En increíble contraste, los oprimidos nacen con la obligación de enfrentar sus problemas con muy poco a favor y casi todo en contra. Son esas personas que trabajan el doble para ganar la mitad y atraviesan su vida excluidas del sistema político. Estas personas conforman las grandes mayorías y justifican de sobra los debates sobre desigualdad e inequidad.
El clavo número uno es que los privilegiados tienen la llave maestra del devenir social y no están dispuestos a desprenderse de sus ventajas. Diseñan los sistemas para que las hegemonías se reproduzcan a sí mismas y cualquier disidencia parezca antisocial.
Mientras escribo, el Estado hegemónico es el Estado neoliberal, que, no sin cierta neurosis, tanto ensalzaban en aquellas aulas oscuras, frías y distantes de la realidad. Ahora entiendo plenamente por qué yo prefería dormir y soñar.
Empatía en la diversidad
Somos un país con muchas culturas y muchas desigualdades. La receta grita: «Empatía». Por ella sentimos las luchas del otro que es diferente a mí, aunque no necesariamente las compartamos.
De la empatía nacen los hombres feministas, los cristianos laicos, los privilegiados conscientes o las élites disidentes. Porque entienden que quien sirve a su causa sin interesarse en las demás no sirve a nadie más que a sí mismo. Saben que mientras sufra uno sufrimos todos.
Adversidad compartida
Desde que dejé esos pasillos en la 6a. calle final de la zona 10 he podido observar algo que no comprendía: que no podemos soñar sin primero descifrar y desafiar los poderes constituidos, encarnados principalmente por el aparato cacifista.
Allí beben y se engordan los verdaderos vándalos y saqueadores del país. Los destructores de ecosistemas, saboteadores del buen vivir y ladrones de oportunidad. Ellos diseñan inequidad como estrategia de poder mientras criminalizan al empobrecido.
Con vigas en sus ojos se rasgan las vestiduras por la paja en el ojo ajeno. Ven a los constructores de nuevos paradigmas como una amenaza a sus comodidades y privilegios históricos. Nos ven como hormigas para su reino y, si pensamos de más, somos una plaga que debe ser aplastada.
Cuando un reducidísimo grupo de poderosos se sientan a planificar el devenir de los que nacen sin suerte, estamos ante una plutocracia en permanente proceso de reconsolidación. Nuestro primer reto es desnudarlos y desmantelarlos, pues es imposible construir humanismo dentro de este marco neoliberal caciferiano.
Toca destruir la mitología y recrear la realidad. Desde el Índigo esencial. Porque doblegarse ante la inequidad es iniquidad.
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