Dice el diccionario en línea de la inglesa Universidad de Cambridge que influencer es «alguien que afecta o cambia la manera en que otras personas se comportan». Y que es «una persona que recibe pago de alguna empresa para mostrar y describir sus productos y servicios en las redes sociales, animando a otras personas para que los compren».
Curiosamente, nuestro Diccionario de la lengua española no recoge la palabra porque solo le da valor de anglicismo moderno. Sí nos entrega aquí un artículo interesante, además de ofrecernos tres traducciones a nuestro idioma: influyente, influidor e influenciador.
El primer punto aquí es que, atenidos a las definiciones existentes, un influenciador es alguien que afecta el comportamiento de las personas y, por tanto, es algo tan viejo como la infausta aparición del homo sapiens en este bello y depredado planeta.
Promovidos por la aparición de la Internet, surgieron los influenciadores modernos. Es como una carrera profesional, pero sin necesariamente ir a estudiar. Esto suena a muchos como miel sobre hojuelas y se sueñan haciendo caja con cada palabra que sale de sus bocas.
No se pretende desprestigiar esta ocupación, sino prevenir y alertar a quienes consideran que esto es un camino seguro a la fama y a la fortuna, por obra y gracia del ciber espíritu 4G. Vamos, tan verosímil como la mano invisible del mercado, pues.
Y llegamos al segundo punto: más importante que ser influenciador o influenciadora es el tipo de conducta que se produce por ejercicio de la influencia. Toda madre con antenitas síquicas bien orientadas sabe decirnos si aquel amigo o amiga nos llevará por buen o mal camino. Cualquier amiga, entre dos simples pestañeos, hará un minucioso escaneo y le dirá si ese muchacho le conviene o no. Ergo, hay influenciadores para lo bueno y para lo malo. Pregunten a quienes resultaron enganchados en drogas o alcohol; también a quienes emprendieron carreras imposibles gracias a alguien que los influenció para creer en sí mismos y en su potencial («con tu situación económica, ni soñés en ser ingeniero —o arquitecta, o enfermera—, mejor buscá trabajo en una fábrica»).
Así que esta aparente nueva profesión es ya bastante vieja y ha cegado o salvado muchas vidas. Jesucristo fue un gran influenciador, pero también lo fue Hitler.
En ambos casos extremos, no fue asunto de levantarse por la mañana, decidirse a ser influenciador y tener llena la plaza por la tarde. Aun en esos casos hubo necesidad de una esforzada preparación.
Algunos estudiosos dicen que el influencismo es una nueva ciencia y no una excusa para dejar de estudiar o ser su propio inexperto e incompetente jefe. Ser buen influenciador no es cosa de agarrar una cámara y aprovecharla para desbocar nuestro exhibicionismo, colmar de likes nuestro ego, hacer payasadas o salir a desafiar las normas de buena conducta. Influenciador y exhibicionista no son la misma cosa.
En otra perspectiva, sepa que el influencismo requiere de una gran fortaleza interior. Conozco personas que tienen que hacer sus posts (entregas, publicaciones o envíos) aun si están en plena depresión. No pueden mostrarse tal como son o se sienten en aquel día, porque la imagen que han vendido es la de alguien feliz, totalmente realizado, infalible y disimulador de que no sabe lo que dice saber. Esto termina por destruirlos y hasta pueden llegar al suicidio. De ser personas pueden pasar a meros productos chafeados.
Dicho lo anterior, ¡seamos personas influenciadoras! El mundo necesita de ellas. ¿Quién no recuerda a la maestra, el compañero, la abuela, el deportista, el cantante, etc. que nos hizo creer que podíamos alcanzar algún sueño? No necesitamos de un canal en cibermedios para influir positivamente en otras personas. La gratitud es para siempre, el like es un suspiro.
Y si el afán es influenciar en redes sociales, prepárese en algo (cocina, deporte, medicina, arquitectura…) alcance excelencia y regrese a perseguir su sueño, pero mostrándose tal cual es.
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