Corre el año 1939. Una mujer está sentada en una silla mecedora al final de un pasillo. Se encuentra en el segundo nivel de la casa, en la finca. El suelo es de madera. Hay una ventana al lado por la que entra el sol vespertino. La luz es fría. La escena es de un dramatismo cinematográfico: me basta con cerrar los ojos para verla.
Te voy a contar tu historia, Josefina, como un ejercicio, una exploración que busca atar fracciones de ti guardadas en mi memoria. Un repaso de las imágenes que sembraste en mí a través de tus narraciones. Aforismos que se volvieron fotogramas, a los que con el tiempo les he ido colocando fecha para tratar de organizarlos, para quizá poder conectarlos con otros, los que me fueron transmitidos en la sangre. Pedazos de tus vivencias que se guardan en las mías. Miedos que se extienden desde mi interior en línea recta hasta el tuyo.
1939. Tenés cinco años y te estás muriendo. Tu papá te sostiene entre sus brazos mientras un médico escucha tus pulmones apagándose. Sos frágil y diminuta. Ese día nació tu fuerza.
Tus experiencias te moldearon, determinaron tu forma de entender la vida, tu percepción de la realidad. Las circunstancias dieron a luz tus convicciones y tus juicios, incluso tus autores favoritos, tus referentes, tus gustos, la palabra como la traducías, la música como la sentías. También de allí nació tu rabia, lo estricta que podías ser a veces, tu resistencia. «Se es donde uno piensa», escribió alguien.
2007. Atravesás el corredor de tu casa con una pequeña agenda entre las manos. La abrís y señalás un listado de nombres y fechas. Perdiste en gran parte el habla, pero tus gestos son elocuentes. Tu mamá, tus hermanos, tus abuelos. Sus fechas de nacimiento, por un lado, y sus fechas de muerte, todas de corrido, en la letra de tu papá. Abajo, en tu letra, el nombre de tu papá y la fecha de su muerte algunos años después. Pasás unas páginas y aparecen otros nombres, tus otros hermanos, sus muertes recientes. Es un «cuaderno cementerio», pienso.
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Sobrevivía en tu casa una conciencia endógena, pero parecía existir también una brecha enorme entre las palabras y la realidad. No habrá sido fácil llevar dentro una prisión. Dualidad sin sentido, resultado de la imaginación y de la fuerza. Ser dominador y dominado, acarrear el conflicto entre el presente y el pasado, entre horizontes históricos.
2008. Estás en el sanatorio y te estás muriendo. Tus pies están resecos y helados. La mirada se te pierde. Es como si escrutaras el techo, como si intentaras decodificar algo en la textura del repello. Sostengo tu mano y por primera vez en mi vida la observo quieta.
Moriste hace una década, y con cada año los detalles de tu historia se hacen más difusos. Las palabras no me alcanzan para alcanzarte. Investigo y recopilo información nueva, pero es como si esta, en lugar de clarificar tu experiencia, la cubriera. ¡Hay tantos agujeros, tantas interpretaciones sin sentido! Nos han enseñado a separar la información, a compartimentarla y a distinguir datos de emociones, evidencias de simples anécdotas —quimeras—. Pero tal vez esa estrategia no funcione. Tal vez tengamos que recuperarnos antes de empezar a asignarnos nombres o conceptos.
Hay partes de la historia que te voy a contar, Josefina, que vienen de otras fuentes, de estudios realizados por historiadores y etnógrafos —títulos con los que tu experiencia adquiere una formalidad innecesaria— que, aunque no te nombren, se refieren a ti. Los elementos que te componen a través de tu historia son distintos. Pero aún nos encontramos en proceso de desprendimiento.
(Continúa).
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