Nada nuevo. La culpa no ha hecho más que crecer en ella. Estaba allí desde el inicio, como evidencia de que su historia había sido escrita desde mucho antes de lo que puede imaginar. Una puerta se abre. No sabe si está soñando o si es el efecto de la anestesia, que todavía la tiene aletargada, pero de pronto está parada frente a sí misma y se mira sin reconocerse. Logra identificar palabras, ideas, ecos de una conciencia que no le pertenece. Porque la conciencia nace del intercambio del adentro con el afuera, y ese afuera, desde el que en ese momento se contempla a sí misma, le ha sido desde siempre ajeno. Como nacer en el espacio: tener programados el reconocimiento y la expectativa de la gravedad y no encontrarla, no sentirla nunca. La inconsistencia es insoportable y, aun así, indescifrable. El afuera había moldeado su mente como el sol un trozo de plastilina: a partir de la mera exposición a este, en absurda contradicción. Ahora Mirna lo sabe: las circunstancias amurallaron conexiones, evitaron sinapsis. Circuitos neuronales que se quedaron sueltos, procesos de plasticidad para los que no hubo estímulo. Un puente que intentaba sostenerse de un solo lado. Le basta una imagen para comprenderlo.
No. Fue mucho antes. Mirna escruta su propio ceño y se da cuenta. Se traslada en el tiempo y no son ya ni su infancia ni su propio nacimiento lo que se le revela. Presencia el nacimiento de una idea y su transformación en un evento. Mirna es testigo del surgimiento de una nueva categoría: lógica categórica, dicotómica, jerárquica. Asignación de puestos en la falacia de la gran cadena del ser. La nueva categoría no sirve para identificar, sino para remarcar la diferencia. La asignación de sexo/género, como una sola cosa, se combina con otra dicotomía: lo humano y lo no humano. Mirna sabe cuál es el lugar que le corresponde —que en un pasado lejano le correspondió: no no hombre, la negación de la negación—. Hembra, ya no mujer/no hombre. Cínica estrategia para el refuerzo de lo que sí es (que se traza en su negatividad). La jerarquía que se crea ante sus ojos es una escalera sin peldaños: no se escala, solo ordena. Los no humanos están destinados a llevar vidas fronterizas, incomprensibles —periféricas—. La historia se vuelve un hilo, ya no corteza.
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Mirna intenta despertarse a sí misma. Se acerca a su propio cuerpo y extiende los brazos para sacudirse, pero no logra alcanzarse. ¿Cómo iba a hacerlo? El miedo habitual se convierte en pánico. Hiperventilación, sudor helado, estallidos blancos detrás de sus ojos —«que me saquen los ojos», piensa—. No poder ver significaría el aislamiento casi definitivo de ese entorno simbólico, abstracto y deforme en el que nunca se encontró a sí misma (el exocerebro que nunca albergó a su conciencia, como se suponía que debía hacerlo). No obstante, ya sin manos y aún sin ojos, Mirna sabe que todavía podrá verse y sentirse —ser consciente del vacío que es su conciencia—. Sabe también que lo más probable es que llegue a acostumbrarse. Cuando no se puede concebir otra posibilidad, cuando no percibe algo más que desde dentro, aparece la costumbre, aun si el miedo persiste. Lo sabe por experiencia. Basta ignorar lo que en sueños le ha sido mostrado. Una línea recta y uniforme la llevó adonde hoy se encuentra, para empezar. ¡Como si la vida fuera una línea recta y uniforme! Así llegó la adolescencia, ese cuerpo que se muda dentro, se instala y desafía. Homúnculo pernicioso. Autorregulación como imposición y como imposibilidad. Lo demás solo fueron circunstancias.
Mirna vuelve a mirarse de pies a cabeza. Contempla su cuerpo diminuto con ternura y con rabia. Ya arrancados la memoria y los sentidos, la ausencia de sus manos no parece ser más que una absurda analogía de su existencia. No viene al caso pedirlas de vuelta. Al menos eso piensa, pues no sabe cómo hacerlo. Sería como querer recuperar una voz que nunca se tuvo. No existe el espacio ya ni para la pregunta. La puerta se cierra.
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