La realidad es, más bien, lo que nuestra memoria construye. No existe una sola versión del pasado porque la memoria es experiencia y la experiencia es diversa. Maña de la modernidad la de querer hacer del tiempo un hilo fácil de desenredar. ¡Un solo hilo! Aún nos falta recuperar otros principios de conocer.
1934. Naciste en Sepacuité, la finca de tu abuelo. Fuiste la última de 13 hermanos, aunque solo llegarías a conocer realmente a 4 de ellos. La primera murió antes de que nacieras. Los demás, cuando tenías cinco años, la misma semana que murieron tu madre, tus tíos, tus abuelos. «Finca cementerio», pienso, aunque todos nacemos de la muerte.
Aún tengo conmigo las notas que tomé cuando, entre los 13 y 14 años, te entrevisté curiosa por la historia de tu familia. Aquellas entrevistas generalmente se convertían en conversaciones que podían extenderse por horas —y por décadas—, sobre todo si estaban presentes tus hermanos, la tía N. y el tío R. Ellos se adueñaban de la narración por turnos hasta encontrar contradicciones entre las memorias de uno y de otro. Entonces comenzaba la discusión: el atar cabos, el viajar en el tiempo y el hacer listados interminables de nombres y relaciones. La tía N. se molestaba y se iba. «Ya se puso brava», diría alguien. Podría haber sido dolor. Tú permanecías la mayor parte del tiempo en silencio y te ausentabas por ratos usando la hora del café como excusa. Hay tanto que puede leerse de la historia en subtextos y silencios.
1895. Tu abuelo llegó a Alta Verapaz desde Boston. Tu abuela, desgranadora o cocinera q’eqchi’, se convirtió en su concubina poco después. La cultura de las plantaciones de la época era, escribe un historiador [1], producto de «políticas íntimas», resultado de lazos físicos y familiares. En un inicio, los hombres del área debían realizar trabajo forzado. Las mujeres, además, debían concebir a los hijos del terrateniente a la fuerza. Eventualmente, esos hijos se convertían en trabajadores de la finca. Había una sola diferencia en Sepacuité. Hijos, sobrinos y luego yernos y nueras administraban y hacían trabajos de carpintería y cocina mientras los esclavos de ascendencia africana trabajaban la tierra. Aun así, no había diferencia entre unos y otros.
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Se dice que lo íntimo y lo político nunca han sido categorías distintas. Los hechos se cuentan como anécdotas familiares, por un lado. Por otro, la vida personal de algunos miembros de la sociedad está determinada por intereses políticos. A veces el pasado se convierte en síntomas que no quisiéramos volver a padecer. Se mete en la piel y activa una y otra vez sus sensores. Padecemos de historia, pronunció alguno.
La norma en las plantaciones era que las mujeres se convertían en cocineras, sirvientas, amantes, recolectoras. Ni tú ni tu hermana llegarían a serlo. Huérfanas de madre, llegaron a la ciudad huyendo de la persecución de la peste y de la avaricia de otros terratenientes, también familia. Tú, con 5 años, moribunda. Ella, de 13, con una responsabilidad demasiado grande: tener que ser hermana y asumir el papel de madre a la vez. Aunque realmente nunca lo hizo.
Conocer tu historia implica observar un sinnúmero de hilos sin necesidad de desenmarañarlos, las «relaciones complejas entre la conciencia individual y la cultura» [2]. Y tú no hablabas de ti misma. Era más lo que podía leerse en tu forma de ser, incluso en tu ideología. Sumergida en tu papel de madre y luego de abuela, lograste hacer de una convicción política una guía de maternidad. Nunca las distinguiste de manera separada. Eso eras, tu experiencia familiar previa: la explotación, la muerte de tu madre, de tus hermanos y de tus abuelos durante aquella semana de 1939 y la humillación que siguió.
[1] Grandin, Greg (2004). The Last Colonial Massacre: Latin America in the Cold War. Chicago: The University of Chicago Press. Pág. 32.
[2] Sangster, Joan (1994). «Telling our stories: feminist debates and the use of oral history». Women’s History Review, vol. 3, no. 1.
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