Te habías enamorado por primera vez a los 15. Parecía coincidir con lo que leías en tus libros, así que lo interpretaste de ese modo. Su entusiasmo había durado poco y, si bien la sensación de abandono no era nueva para ti, con el amor descubriste el dolor también, ese mismo que describían las canciones. El reencuentro, a los 17, despertaba en ti una curiosa emoción. Él te quería. No hizo «otra cosa más que pensar en ti» en los últimos dos años. Dos años a esa edad parecen una eternidad. Te sentías más tú misma. Estabas preparada para dejarte «querer de nuevo». Él te miraba y lo mirabas de vuelta como si lo conocieras desde siempre. Te arrojaste con inocente seguridad. Renunciaste a tu condición de posibilidad sin saberlo.
Cuando alcanzaste los 18, la relación había sido más bien confusa. Era un caos permanente. El caos tiene la capacidad de generar lo nuevo, pero la permanencia aniquila desde el inicio cualquier intento de liberación. Le fuiste poniendo nombre a cada una de tus experiencias y las organizaste en categorías extravagantes; inventaste tus propios mitos como explicaciones racionales para todo lo que sucedía. Tus recursos eran, lógicamente, limitados —minúsculo horizonte en medio de un horizonte infinito—. Tenías emociones que aún no reconocías y aún así las disponías en tu catálogo, las ilustrabas, las acomodabas a un intento de poesía, metáforas como leyes que regían tu vida. Las expresiones simbólicas y discursivas eran memorias artificiales en las que no se podía confiar. Ocultaban significados en lugar de revelarlos. Lo tuyo no era un proceso creativo, sino la re-producción de una fuerza aplastante —plexo de in-significación—.
A esa edad sentías ese característico impulso de vida capaz de llevarte al borde de la muerte. No había freno posible. Él era tu mundo y te hechizaba la idea de ser el suyo. Pero había solo un no mundo que te cortaba los canales que usualmente nos conectan con el entorno. Horizonte cerrado, eterno retorno hacia la totalidad de aquel que había decidido negarte desde temprano.
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Lo llamabas complicidad, pero eras cómplice de tu propia anulación. El embriagarte se volvió una estrategia para huir de lo incomprensible. ¿Cómo ibas a entenderlo? Así, los golpes se hacían evidentes solo al día siguiente: hematomas fáciles de maquillar. Como ser fantasmal, podrías olvidar su rostro amenazante, sus manos en tu cuello, la sensación de perder por un segundo el aliento —como si la realidad dependiera solamente de tu conciencia de ella—. Pensaste que podrías manipular las cosas e incluso ignorarlas, pero a veces esa misma confusión era exacerbada por sus acusaciones sin sentido. Sembró en ti la culpa para dominarte con su ventriloquía. Como lo descubriste más tarde, las preguntas sin respuesta pueden ser un abismo.
La única manera de darle sentido a todo termina siendo ya no la comprensión, sino la destrucción. Desmontar el edificio a martillazos, como lo propusiera alguien, estando dentro, procurando que no nos aplaste. Él te ofreció una cerveza y despertaste de madrugada, desnuda, envuelta en una sábana. No reconocías el lugar ni te reconocías en tu propio cuerpo. El frío era punzante. Volviste a perder la conciencia. Cuando despertaste, en la mañana, ya estabas vestida. Él te sumergía la cabeza en agua helada. La jaqueca era insoportable. Te costaba caminar. Te llevó a la puerta y esperó contigo en la calle. «Si decís algo, te mato», te dijo al oído mientras tus padres te recogían.
Deseaste que la falta de memoria hiciera lo suyo, que todo se transformara en una leyenda, que fuera imposible saber qué aspectos eran reales y cuáles producto de la fabricación de alguna mente creativa. Despertaste una tarde en una clínica clandestina mientras dos hombres te explicaban que no habían podido hacer nada. No sabías de qué hablaban. «No dilató», decían. «No pudimos hacer el raspado». Te llevaron a un cuarto diminuto de paredes sucias del que poco después saliste tambaleando. Tenías 18 años y no conocías las palabras para nombrar lo que sentías.
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