Llegué aquí por catarsis, a través de una sensación violenta, con una fuerza impulsada por el dolor: de esas que se quedan entre la boca del estómago y el corazón, una sensación que cualquier mujer consciente en este país ha experimentado de una u otra manera. Guatemala nos recuerda a diario que ni en las burbujas que consideramos seguras lo estamos; aquí las niñas se queman por montones, se violan. No hay justicia. Los actos, al igual que las palabras, se encubren —las palabras también violan—.
Las historias de las mujeres son silenciadas y luego olvidadas como si nunca sucedieron, como si nunca lastimaron, nunca dolieron y nunca mataron —sociedad opresora, mujeres oprimidas—.
Busco un medio para transmitir esta furia y lo encuentro en una vieja máquina de escribir (Smith Corona, color celeste —antes arma, ahora poesía—). Y es que, cuando se vive en un lugar tan violento, esa fuerza que se necesita resulta sanadora hasta en el dedo más débil. El sonido como de disparos matando las palabras, imprimiéndolas al mismo tiempo, afirmándolas, genera un sentimiento de libertad —que se apague el eco de los gritos, de los insultos, de la agresión—.
Recién son las 3 de la tarde de un lunes y han pasado tantas cosas ya; pasé por un encuentro y por una despedida, por el regreso a la rutinaria soledad compartida con el último de mis hijos en casa y con los gatos —en el fondo aún el reflejo de las miradas juzgonas—. Para alguien acostumbrada a una casa llena, esta soledad aún no pasa a ser costumbre. Debo confesar que la extrañaba un poco. También tengo que confesar que la nostalgia siempre logra colarse al igual que alguna que otra lágrima traicionera. Aunque tal vez la traicionera sea yo: las lágrimas son la muestra más honesta de que aún no nos hemos vaciado y la honestidad se agradece —y, a pesar de haber superado una relación de tenencia, tener que soportar, aún hoy, la alienación: ser concebida por más de alguno en función de otros—.
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No obstante, hoy también recibí una llamada de amor. Esta llamada se convirtió en el principal impulso para sentarme frente a esta máquina-arma —amiga y cómplice— y ponerme a la tarea de disparar. Una llamada de amor no es lo que la mayoría podría pensar. El amor romántico no es el único que existe. Me refiero al amor de la amistad, ese que nace, crece y también se reproduce uniendo a las personas más disímiles por medio de un salto al vacío. Esta llamada fue también un recordatorio de que las buenas intenciones se notan, se sienten —sobre todo en una época en la que lo genuino es escaso—. No es necesario dar mayores explicaciones. Basta con saberlo.
El cierre de la catarsis se acerca y, con este, el cierre de una circunstancia que me hizo creerme loca, que me llevó casi a dudar de lo que había vivido. Ese es el poder de la invisibilización —la etiqueta fácil, destructora, capaz de llevar la experiencia de la exageración a la anulación—. Las agresiones se consideran meras sombras, sombras que salen de la oscuridad y se van difuminando cada vez más hasta convertirse en una hoja en blanco en la que puede escribirse cualquier cosa —reescribirse cualquier historia—. Pero esa historia nos pertenece, a nosotras. Las únicas responsables de escribirla somos nosotras —antes de que otros sigan intentando anularla— para liberarnos a todos y a todas. No hay mejor respuesta para las frases vacías que acostumbramos a usar para motivarnos a hacer algo: frases que encierran que una pena no se toma a la ligera. Queda la disposición a pasar un mal rato por un bien mayor —motor para el cambio—. Queda reaparecer con furia, demostrar que lo roto puede repararse —tirar lo roto es costumbre de aquellos que le asignan a la vida solo un valor instrumental—. Cuando se sabe leer una intención honesta, se sabe que sí, que finalmente vale la pena —apertura de posibilidades—.
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