Después de varios años evitando la serie Juego de tronos decidí explorarla con interés sociológico. Ahora debo reconocer que, así como se vende un buen shuco de salchicha o una buena cerveza, la serie combina los ingredientes necesarios para el éxito comercial, para el cual poco importan detalles como las omnipresentes dentaduras perfectas o una trama que evoca a Los ricos también lloran como si la hubiera escrito J. R. R. Tolkien.
Para la televisión de paga, exceptuando los canales pornográficos, los patrones de la moral victoriana estadounidense se habían mantenido durante años dentro de ciertos límites. Puede presentarse una decapitación en horario familiar, pero rara vez un falo semierecto. Puede verse a un asesino abriendo en dos a una persona, pero la misma escena protagonizada por una niña y un niño no es habitual. Dos personas gorditas teniendo sexo, encuentros homosexuales relativamente explícitos o relaciones incestuosas no eran habituales hasta ahora. Lo demás ya existía: sexo heteronormado, zombis, héroes, heroínas, gente malvada y armas inteligentes (dragones y lobos que se portan como chuchos fieles).
Agreguemos que la narrativa comercial en este lado del Atlántico nos acostumbra a personajes buenos y malos. En esta serie, los buenos y las buenas, aun las maternales, se equivocan, cometen traición y además se mueren con una facilidad impresionante. Del mismo modo, las personas malas de pronto se comportan humanamente e incluso ganan simpatía hasta que alguien les corta la cabeza.
Tratándose de mitología, reconozco que me gustó un detalle. En una especie de realidad alterna europea y medieval, hay una cultura que evoca el mundo árabe y resulta que esa civilización es la más avanzada, humana y tolerante, así como fue el mundo árabe durante siglos en nuestra realidad. También resulta metafórico un monumental muro fronterizo para mantener lejos a los salvajes, que por cierto no es muy eficaz y resulta bastante caro hacerlo funcionar. Finalmente, los fundamentalistas religiosos tienen los roles más despreciables: al servicio del poder económico, como es habitual.
Así como el humor dice mucho de nuestros temores, de nuestras pulsiones y de nuestros deseos, el consumo audiovisual también puede ayudarnos a comprender un fenómeno generacional en el cual la compulsión por el entretenimiento es masiva.
En ese marco, me pregunto qué proporción del público disfruta en silencio las frecuentes violaciones de adolescentes. O cuántas personas gozan con la muerte de quienes se lo merecen o de quienes tienen poder. Todo lo anterior, ambientado en un lenguaje de machos borrachos chapines (la traducción castellana por supuesto).
En suma, la serie es un reflejo mitológico de las sociedades contemporáneas, donde Guatemala encaja a la perfección. Reflejos de la violencia, la dominación, el antagonismo de clases, el fenómeno religioso y, por supuesto, el patriarcado.
Si bien la serie se ambienta en entornos feudales y esclavistas, no deja de estar presente la banca, esa sí muy pragmática y capitalista, que para hacer negocios se vale de guerras en las cuales, evidentemente, la gente pobre lleva la peor parte.
Con el riesgo de quedarme corto, diría que miles de personas de todas las edades han visto las seis primeras temporadas en Guatemala. Ese es el consumo masivo, que a puerta cerrada nos hace olvidar una realidad de la cual quisiéramos escapar. Es decir, después de una o más dosis de Juego de tronos, algunas personas podrían asumir inconscientemente que ese pasado salvaje, aunque ficticio, luce mucho peor que el infierno contemporáneo y cotidiano. O sea que la hegemonía neoliberal se refuerza cuando logramos que la gente se conecte a un dispositivo y olvide, a través de la naturalización de la violencia, su miserable y también violenta vida cotidiana.
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