Increíblemente, hago cola en la única caja abierta. «Amaneció con hambre, ¿vaá, usté?», me saluda el hombre de edad avanzada, vestido de pants y chancletas, que va detrás de mí mientras toma nota mental de los 100 pirujitos de leche y los 4 botes de queso crema que embolso. «¿Piñata o qué?», con voz ronca y ceja levantada. «¡Nah! Días duros, que les llaman», respondo con una sonrisa evasiva. «En las mismas», mientras me muestra su compra: un six pack de cerveza medio fría y una bolsa de chicharrones de oferta (de esos que vienen con silbidito incluido).
«Y es que no hay mejores amigos que los carbohidratos, ¿vaá?», fue lo único que alcancé a decir. Asintió. Yo estaba bromeando. Él no. Estuve tentada a decirle algo más. Algo que, de alguna forma, lo consolara. O que por lo menos lo hiciera reír. Pero no quise.
Hice lo que los genes chapines me dictaron: voltear la vista para otro lado, permanecer en silencio y hacerme la bestia. Trató de seguir la conversación. Pretendí no escucharlo. Dijo algo sobre su nieto enfermo. Mencionó un hospital y a su hija, «madre soltera». Sin duda, necesitaba sacarse algún sentimiento del pecho. Sentí su tristeza, sus ojos evidentemente aguados, el maldito nudo en su garganta, pero no: me porté como una real estúpida y tomé conciencia de ello en ese mismo instante. Pero de igual forma no hice nada.
El esfuerzo emocional es algo que valoro. Realmente aprecio a quien, dada la situación, no solo se comprende en el contexto, sino que actúa buscando validar a quien tiene al lado. Pero no. Hoy «llevaba yo prisa» y «no había terminado de despertarme» y tenía «una agenda apretada». Inexcusablemente me hice la bestia. Irrefutablemente me porté como mierda.
Deliberadamente fui de esos que prefieren no hacer contacto visual para evitar una conversación importante. De los que bajan la mirada, de los que apoyan solo por Facebook, de los que prefieren ayudar a la distancia (pero aun así publican fotos). Tuve una real y cercana oportunidad de ser mínimamente humana y decidí dejarla pasar.
[frasepzp1]
Nada valieron los 100 pirujitos con queso crema que me comprometí a preparar para una actividad de niños en algún tipo de situación de vulnerabilidad, una por la cual ni me preocupé por averiguar. Lo que realmente doné fue distancia, indiferencia, mierda: ese fue mi aporte a la vida de un hombre que solo pedía un poco de empatía. En un país que niega genocidios y se burla de la lucha de sus víctimas es lo más cómodo y congruente, pero también lo más cobarde. Cuando de dar lo mejor de mí y apoyar a otros se trata, es mejor así, sin ponerle corazón. Pajas. La verdad es que fui tan egoísta que decidí no ponerle corazón teniéndolo disponible. Me porté como imbécil y no tengo justificación. Ese hombre y yo somos compañeros en esta pesadilla kantiana donde la violencia nos mata a golpes la capacidad de empatía y donde el rezago de humanidad que queda lo atontamos con drogas y licor para vivir sin sentir porque dicen que así duele menos.
Estar rodeada de luces navideñas me hizo sentir peor. Y esa canción de Wham! que llena los pasillos del súper en estos meses (esa que es como Navidad sin ti, pero en inglés). Mierda. Tan temprano y yo tan mierda.
¿No de eso se trata la celebración esta, pues? ¿Del amor al prójimo, de dar lo mejor de uno? Pero ¿y si no tengo nada mejor que dar que un puñado de indiferencia? Me queda esa sensación de agrura emocional que, seguro, no se me quita ni comiéndome los 100 panes que compré. Pero no hago nada. Me alejo incapaz de hacer contacto visual mientras escucho al mismo hombre hablarle a la cajera sobre el gusto que le da ver los adornos navideños ya colgados. «Algo le alegran a uno el día, ¿vaá, usté?». Tomé mi compra ya embolsada y caminé hacia la puerta sin voltear. Feliz Navidad.
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