Borgen es el nombre coloquial del «palacio de Christiansborg, sede de los tres poderes del Estado y oficina del primer ministro» (Wikipedia). La serie cuenta cómo la protagonista, Birgitte Nyborg, llega a ser primera ministra, así como «su paso por la oposición y la relación entre los medios de comunicación y el poder político, que se condicionan mutuamente». Según anunciaron Netflix y el director de la serie, se filmará una cuarta temporada este año. Entre muchas de las cuestiones que se revelan en este programa, hoy me referiré solo a la buena educación.
Eso sí, la buena educación entendida no como un conjunto de normas de cortesía, de aquellas que se leen en el ya olvidado manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño, sino la que como sociedad nos convendría tener.
La buena educación, en principio, nos haría percatarnos de lo poco provechoso que es para el desarrollo de una sociedad el que existan tantas diferencias económicas entre la población. Propiciaría, entonces, que la mayoría de las personas estuvieran en el estrato medio, que la clase alta cumpliera a cabalidad con el pago de sus impuestos, sin evadirlos de ninguna forma, y que la clase baja contara con oportunidades reales para concretar una vida digna.
La buena educación también propiciaría que quienes se dedican a la política y ocupan cargos públicos dejaran de ver el país y las instituciones como una finca de su propiedad cuasimedieval mientras permanecen en el poder. Les enseñaría que los actos de corrupción, el nepotismo, el abuso de autoridad, el pago de favores y el manejo inadecuado de los recursos públicos de cualquier índole tienen consecuencias personales y sociales y que el poder se debe ejercer con responsabilidad, integridad y respeto.
La buena educación, además, nos mostraría que, ante actos de injusticia, corrupción, violación de derechos humanos, crímenes, secuestros y desapariciones, entre muchísimos otros, nos corresponde poner un alto, alzar la voz, protestar de manera enérgica y pedir rendición de cuentas. Estas peticiones se reflejarían, por supuesto, en las urnas.
La buena educación, asimismo, nos alentaría a confiar en quienes piensan y sienten como nosotros. A unirnos con ellos y a dialogar para generar cambios congruentes con la época y el mundo en que vivimos. Es decir, nos haría entender, a todos, que el siglo XXI es el de la igualdad y la equidad, el de nombrarnos como somos: todos, todas, todes.
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La buena educación haría que visualizáramos que el mundo tecnológico en el que vivimos, con la posibilidad de observar otras culturas y con otras maneras de concebir lo que nos rodea, necesita, efectivamente, que seamos capaces de actuar con coherencia ante dichos avances y que a la vez mantengamos nuestro sentido de solidaridad completo, es decir, que seamos personas que se nieguen a seguir repitiendo de manera irreflexiva los esquemas mentales de hace mil años y respondan al reto de vivir en el siglo XXI.
La buena educación nos enseñaría desde la infancia a conocernos como humanos en nuestras emociones y nuestros sentimientos, a relacionarnos con nuestros semejantes de una forma amorosa y cuidadosa y a conocer y reconocer nuestra biología de manera escalonada y científica, libre de prejuicios, de morbosidad, de tabúes. O sea, nos mostraría cómo proteger nuestro cuerpo y espíritu del abuso en cualquiera de sus manifestaciones.
La buena educación nos educaría para relacionarnos de manera respetuosa con el ambiente, con la naturaleza toda. Nos inculcaría el respeto por las diferencias, el saber ponernos en el lugar del otro, para protegernos, y les ilustraría a quienes son propensos a abusar que sus actos tienen consecuencias legales y morales.
La buena educación, en fin, haría que cada uno de los miembros de la sociedad conociera y manejara los mismos códigos lingüísticos, gestuales y simbólicos para que, cuando se diga abuso, acoso o violación, no nos dividiéramos a favor o en contra, sino actuáramos como corresponde.
La buena educación haría que dejáramos de ser un Estado con tantas contradicciones, tan carente de lo fundamental, tan inhumano.
En fin, soñar no cuesta nada. Es solo que Netflix se ha puesto de moda en esta pandemia y que hay series como Borgen que nos hacen ver que en otras partes la vida no solo es diferente, sino también mejor.
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