La muerte de su familia marcó la vida de mi abuela y, por extensión, la de su descendencia. La enfermedad es parte de nuestra historia —como de la historia de la mayoría—. En nuestros genes se guardan las experiencias de la muerte y la sobrevivencia. Detrás de nuestra crianza y de la configuración de nuestros patrones neuronales yacen fragmentos de la peste, el dolor, la ausencia, el llanto, múltiples muertes sin funeral, duelos pendientes y dolores que se quedaron abiertos. Se me ocurre que esta sea la raíz de la autoinmunidad.
Tener una enfermedad autoinmune implica ser consciente todo el tiempo del propio cuerpo, lo que muchas veces lo puede llevar a uno a querer escaparse de este, a convertirse en un fantasma, como el mito de la modernidad y su característico dualismo quisieron hacernos pensar que era posible.
«Importa qué ideas utilizamos para pensar otras ideas» [1]. También fue a partir de la modernidad cuando la medicina se fue apropiando del lenguaje de la enfermedad. Nombrarla fuera de sus tecnicismos parecería imposible. No me refiero a la medicina como ciencia y a los tratamientos demostrados efectivos y necesarios, sino al alejamiento del propio cuerpo que también resultó de ella. En lo que al padecimiento se refiere, al cuerpo se lo rechaza, se lo niega, se lo esconde en la clínica. La enfermedad se circunscribe a los detalles íntimos, inadecuados de compartir. Pertenece a ese mundo oculto de la materialidad del cuerpo: la raíz misma del secreto, también llamado pudor, vergüenza y, todavía, decencia. Los padecimientos, al igual que los fluidos corporales, el hambre y la diferencia entendida como incapacidad, no son parte de la vida normal en sociedad. Los enfermos son molestos, interrumpen el ritmo natural en que suceden los intercambios como transacciones, son indeseables para la productividad y prohibidos en todas las instancias en las que se premie el hacer. La enfermedad ralentiza los procesos, interrumpe los planes. A nivel individual, el cuerpo nos traiciona.
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Nosotros no somos todos, claro está. Estamos en esto juntos, pero no somos iguales y no experimentamos de igual manera las circunstancias actuales. Tampoco, históricamente, la enfermedad y la materialidad del cuerpo. Cuando la norma es el sufrimiento, ignorar el cuerpo es imposible. Al contrario, es esa corporeidad la que determina el entendimiento de todo lo demás.
Hoy la enfermedad nos acecha —aunque siempre ha estado aquí— y no sabemos cómo nombrarla, cómo mirarla a los ojos y abrazarla junto con nuestra materialidad, entendiendo la importancia de recuperarla más allá de las cifras y las abstracciones. «La ciencia describe con precisión desde afuera. La poesía describe con precisión desde adentro. La ciencia explica. La poesía implica. Ambas celebran aquello que describen. Nosotros necesitamos los lenguajes de ambas, ciencia y poesía, para salvarnos de solo almacenar interminablemente una información que no logra informarnos sobre nuestra ignorancia o nuestra irresponsabilidad», nos recuerda Ursula Le Guin [2].
Estamos enfermos como especie. Necesitamos decirlo y experimentarlo con la misma conciencia con que experimentamos el amor y la alegría, sin paralizarnos; plantearnos regresar a habitar nuestro cuerpo y con ello recuperar la conciencia de los otros cuerpos sin pretender representarlos o hablar por ellos; superar la paradoja de acompañarnos estando aislados. Acaso la pandemia pueda dejarnos también esto.
* * *
[1] Strathern, M. (1992). Reproducing the future: Essays on anthropology, kinship and the new reproductive technologies. Reino Unido: Manchester University Press. Pág. 10.
[2] Le Guin, U. (2014). «Deep in Admiration». Art of Living on a Damaged Planet: Monsters of the Anthropocene (Tsing, A., Swanson, H., Gan, E., y Buband, N., eds.). Minneapolis: University of Minnesota Press. M16.
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