El partido Movimiento Semilla logró lo impensable antes de la primera vuelta electoral: ganar la Presidencia de la República en la primera participación. Este logro se agiganta cuando se sabe que es un partido joven y que impulsó una campaña relativamente austera en materia de recursos, a diferencia de sus contrincantes, Sandra Torres Casanova y Romeo Guerra Lemus, de la Unidad Nacional de la Esperanza (UNE), que realizaron un gasto ostentoso en propaganda y movilización de recurso humano.
Varios de los análisis sobre el sorprendente ascenso de Semilla y de su propuesta presidencial coinciden en que la memoria jugó un rol importante. Al inicio hubo poca atención generalizada al hecho de que Bernardo es hijo de Juan José Aŕevalo Bermejo, un presidente querido y recordado por sus obras y legado. Sin embargo, a medida que avanzó la campaña –en particular la campaña sucia desatada no solo por la propia UNE, sino por los aliados que la misma se procuró en el trayecto–, en esa misma medida, el factor Arévalo, como legado, empezó a ser clave en la conquista de la voluntad social.
Entonces la memoria, ese patrimonio cultural de los pueblos, se posicionó como un factor fundamental para la decisión ciudadana. La propuesta política de Semilla, su proyección como un proyecto fincado en la decencia, rememoraba para la sociedad la conducta del gobierno arevalista de la primavera democrática de 1944. Un período que es recordado por los alcances que tuvo la política gubernamental de Arévalo y de Jacobo Árbenz Guzmán en favor del desarrollo y la democracia. Primavera que fue truncada por una invasión de mercenarios financiados por empresarios y gobierno de Estados Unidos, que posicionó por casi siete décadas a un sistema de opresión, latrocinio, corrupción, crimen e impunidad.
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Los pueblos de Guatemala pasaron en ese lapso por las tragedias más horrendas que pueda vivir una sociedad. La persecución a toda forma de disidencia, el terrorismo de Estado ejercido en la detención ilegal, la violencia sexual, la tortura, el exilio, el robo y secuestro de niñas y niños, la desaparición forzada, la ejecución extrajudicial, el genocidio, roturaron con cicatrices de dolor la memoria de los pueblos. Pueblos que cuando se presentó un atisbo democrático, aún limitado, acudieron a los tribunales para, con la ley en la mano, obtener justicia por los sufrimientos infligidos. Fue un primer ejercicio de memoria colectiva reflejado en resultados ante un sistema que permanentemente negaba sus derechos.
Un sistema controlado por élites acostumbradas al latrocinio, las cuales al ver en riesgo sus privilegios optaron por controlarlo a toda costa. Con el sistema de justicia, Ministerio Público incluido, en sus manos y a su servicio y en una nueva versión de la contrainsurgencia, han perseguido espuriamente a quien consideran enemigo interno. De esa cuenta, personas operadoras de justicia que defienden la ley, periodistas independientes y que no se someten al pacto, así como la disidencia política y quienes defienden derechos humanos, sufren la cárcel o el exilio.
Esas élites creían tener también en sus manos la conciencia ciudadana y creyeron poder imponerse en las urnas con un proyecto heredero del genocidio, primero, o con uno de la corrupción, después.
Sin embargo, olvidaron que la memoria sigue viva entre los pueblos. Por ello fue posible que nietos y nietas llegaran a las urnas de la mano de sus abuelas y abuelos. Al menos tres generaciones y los pueblos, a lo largo y ancho del país, han hecho posible lo imposible: la que vivió la primavera y se la arrebataron, la que luchó y perdió amistades, vidas y hogares por la represión, y la que no se dejará arrebatar esta primavera diferida que ha llegado de la mano de su voto. Y todo porque la memoria, esa sí, es un patrimonio cultural.
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