Solía ver el genocidio como una calculada y criminal manera del Estado guatemalteco de terminar con un enemigo interno. Usted sabe: aquella metáfora terrible de quitarle el agua al pez materializada en las atrocidades perpetradas por un Ejército que en un corto período provocaron más muerte y destrucción que cualquier otro crimen de guerra cometido en América en los últimos 100 años.
Dejemos a un lado la responsabilidad de la guerrilla, que con sus acciones contribuyó a que amplios sectores, campesinos e indígenas, se convirtieran en objetivos militares. Ya Edelberto Torres-Rivas [1] abundó en ese análisis y caracterizó el proceso de pacificación como un requisito para la inserción de Guatemala en circuitos globales capitalistas.
Examinemos ahora la conexión entre el genocidio y la prosperidad de unas pocas familias multimillonarias, que William I. Robinson [2] identifica como un efecto directo y modernizante de las masacres: la descampesinización. En otras palabras, las campañas militares contrainsurgentes en Guatemala fueron un motor para el proceso de modernización aún en marcha, es decir, el tránsito de la economía finquera, con rasgos premodernos, a una economía capitalista globalizada, en la cual tiene un lugar central el trabajo asalariado precario.
En consecuencia, los indígenas, obligados a abandonar sus tierras en plena guerra, estaban acelerando las condiciones para la inserción de Guatemala en cuatro ejes económicos capitalistas.
El primero, constituido por la maquila, tiene una lógica global basada en colocar la producción de ciertos productos precisamente allí donde se pueden pagar los salarios más bajos y hay menos regulaciones. El segundo eje, expresado en productos no tradicionales como la producción agrícola destinada al mercado internacional, requiere la inserción en circuitos globales de consumo, así como la dependencia de agroquímicos y semillas, que también son negocios transnacionales.
El tercer eje que identifica Robinson está constituido por las actividades globales del turismo y la hospitalidad, en el que Guatemala no podía insertarse sin un cese el fuego, pero en el cual también interviene, de forma determinante, la existencia de una masa descampesinizada que esté dispuesta a vender su trabajo por migajas, precisamente porque ya no es una opción trabajar la tierra.
El último eje, orientado a la exportación, es el más perverso, ya que acaso una décima parte de la población ha emigrado a los Estados Unidos para cumplir al menos dos funciones. La primera es reducir la conflictividad social mediante una vía de escape ante un país que no ofrece más que miseria. Y la segunda función de la migración es también un fenómeno global moderno: constituir una clase subordinada, mal pagada, desprovista de derechos y dispuesta a trabajar en actividades que no pueden trasladarse, en este caso, fuera de los Estados Unidos. Por supuesto, el negocio es redondo para las oligarquías chapinas, que estructuran buena parte de sus actividades comerciales con el consumo que generan las remesas.
En suma, después del agotamiento del desarrollismo, que en Centroamérica se expresó en el Mercado Común Centroamericano, la región necesitaba insertarse en los circuitos globales de producción y consumo que han hecho transitar el neoliberalismo a un estadio de acumulación global en el que se observa una transnacionalización de la producción y de las clases sociales. En ese marco, el proceso se aceleró en Guatemala. Y esto se debió en buena medida a la descampesinización, que comenzó durante la guerra.
Por supuesto, existen actividades económicas arraigadas en el modelo finquero tradicional, pero los ejes económicos enunciados por Robinson han sido determinantes, y los mismos capitales se han articulado en negocios globales como las telecomunicaciones, la energía eléctrica, la actividad minera y, por supuesto, los monocultivos, en los cuales resaltan la caña de azúcar y la palma africana. Esas actividades no existirían sin circuitos globales en los que juega un papel central el sistema financiero, especialista en ocultar fortunas en bancos fuera de plaza, como se ha vuelto a evidenciar con el reciente destape de los paradise papers.
Sin campesinos expulsados de forma violenta de sus tierras, seguramente habría grandes fortunas en Guatemala, pero no serían tan prósperas. No habría tantos edificios resplandecientes, helicópteros u operaciones offshore. Por lo tanto, la próxima vez que vea a un niño mendigando en la calle, recuerde que eso que algunos llaman prosperidad se debe en buena medida a que ese niño, como cientos de miles, está dispuesto a trabajar por migajas, emigrar o delinquir. Y eso es un buen negocio para alguien.
[1] Torres-Rivas. E. (2011). Revoluciones sin cambios revolucionarios. Ensayos sobre la crisis en Centroamérica. Guatemala: F&G Editores.
[2] Robinson, W. I. (2011). Conflictos transnacionales: Centroamérica, cambio social y globalización. El Salvador: UCA Editores.
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