Para quienes trabajamos en la gestión de riesgos, la vulnerabilidad fue durante décadas el concepto central en el análisis del riesgo. Incluso hubo desarrollos teóricos que evaluaban la vulnerabilidad en sus dimensiones sociales, económicas, culturales, ambientales, físicas y globales, por citar solo algunos ejemplos. Dicho en otras palabras, para que se pudiera comprender el riesgo de desastres era necesario partir de problemáticas con una base material y un contexto social que, siendo complejo, también ofrecía dificultades para la propuesta de soluciones.
Pero el problema central no es la complejidad de la vulnerabilidad. El problema principal es que, tarde o temprano, la vulnerabilidad muestra inmisericordemente la relación entre esta y la pobreza. Con esto no quiero decir que la pobreza sea la única variable para la generación de vulnerabilidad, pero resulta necesario recordar que las estadísticas globales marcan una diferencia abismal en el impacto de los desastres entre ricos y pobres.
En ese orden de ideas, reducir la vulnerabilidad sin resolver la pobreza, especialmente la extrema, es una especie de contradicción fundamental que se resolvió en el mundo de las finanzas y de los seguros con la incorporación de un concepto práctico y sin duda alguna efectivo: la exposición.
En beneficio de la brevedad, diremos que la exposición se ocupa de dos cosas: personas y bienes en una ubicación determinada respecto a una amenaza. Entonces, ante una amenaza volcánica, la exposición a las cenizas, los gases u otros efectos del volcán estará dada por la ubicación de los bienes (muebles o inmuebles) y la gente. Pero falta todavía algo importante: la exposición incluye la valoración económica de las pérdidas, que no es otra cosa que calcular cuánto dinero se perderá si esa amenaza específica (sismo, erupción, inundación, etcétera) afecta a determinados sujetos y cosas. Y, como es evidente, ese enfoque proviene de las compañías de seguros y reaseguros, interesadas en calcular la siniestralidad como punto de partida para decidir las primas de riesgo y como criterio para decidir dónde no quieren arriesgar su dinero.
Como mencioné antes, la exposición tiene la particularidad de ser confiable. El análisis del riesgo a partir de la exposición permite construir indicadores para tomar decisiones para la reducción de riesgos, ordenar el uso del suelo o prepararse ante lo inevitable. Sin embargo, y como ya usted habrá advertido, la exposición también sirve a quienes desean una sociedad apática, domesticada o carente de información que genere controversia social. Y esto ocurre cuando la exposición se toma como elemento central y se invisibiliza ese concepto problemático, complejo e ideologizado desde la izquierda, o sea, la vulnerabilidad.
En ocasiones anteriores he expresado mi preocupación por el concepto de resiliencia, vacío de contenido pero muy útil para desviar la atención de los problemas reales acerca de los cuales hacemos poco o nada en Guatemala. Algo parecido ocurre con la exposición, que, debo admitirlo, llegó para quedarse.
Entonces, quienes trabajamos directa o indirectamente en la gestión de riesgos tenemos el reto mayúsculo de utilizar la exposición como parte del análisis de la vulnerabilidad, pero procurando no invisibilizar los eventos antrópicos (algo muy frecuente) y manteniendo sobre la mesa que, para la reducción de los desastres y de las emergencias, el combate de la pobreza debe ser una prioridad ineludible. Esto siempre será un gran reto porque la exposición genera sesgos como la identificación de activos y de grupos humanos prioritarios. Y resulta paradójico que las poblaciones más pobres pueden tener una exposición menor a determinadas amenazas (como los sismos) si se considera el valor de los bienes que poseen o desde una perspectiva pragmática de aseguradora: si esas personas no son asegurables o no tienen seguro, ¿para qué invertir en reducir ese riesgo?
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