Para entenderla, debe articularse con otros dos conceptos: conflicto y poder. El conflicto es el motor de lo humano. Las relaciones humanas son movimiento, choque entre disparidades. La constatación del mundo enseña que hay diferencias: hombres/mujeres, viejos/jóvenes, ricos/pobres, poderosos/desposeídos. Eso no es natural ni es un mandato divino: es producto de la forma en que socializamos.
Lo humano no se explica por un instinto animal: es producto histórico de un complejo proceso social. La violencia no es biológica, es un fenómeno multicausal donde la dimensión socio-histórica prevalece ante la genética. El conflicto y las relaciones de poder mueven al humano. Hoy día estamos formados en la matriz de la propiedad privada y el ejercicio del poder de unos sobre otros (ricos sobre pobres, varones sobre mujeres, ladinos sobre indígenas, viejos sobre jóvenes). Si es un producto histórico, puede cambiar.
Por lo anterior, debe desecharse la idea de la violencia como algo innato y como enfermedad. Todos, sin saberlo quizá, ejercemos violencia.
Violencia no es solo un golpe físico. También lo es el machismo, el racismo, el adultocentrismo, cualquier forma de autoritarismo, la impunidad, el desprecio del otro diferente. En otros términos: violencia es la manifestación de una asimetría basada en una diferencia injustificable, expresión de las injusticias en juego en las relaciones humanas. Debe desconectarse la asimilación de violencia con delincuencia. Ese es el repetido discurso de los medios de comunicación, con una agenda interesada; así se excluyen otras formas, tanto o más dañinas que la delincuencia. Habría que ampliar esa visión y preguntarse: ¿por qué hay delincuencia? Eso no lo explica ningún instinto: es una problemática social.
No debe identificarse violencia con pobreza. La forma extrema de la violencia, la guerra, no la declaran los pobres. Ellos, en todo caso, ponen el cuerpo, pero la manejan (aprovechándola) los poderosos, que no son pobres precisamente. La violencia está en todos lados, no solo en la pobreza.
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Guatemala tiene una larga historia de violencias. Eso no nace en los últimos años, cuando aparece el nuevo y actual demonio: «la delincuencia que nos tiene de rodillas», las «maras». Es connatural a nuestra historia, con tremendos ejercicios de poder y asimetrías sociales que marcan los siglos. El racismo y el machismo, la exclusión de grandes mayorías, el desprecio por la vida, tienen una historia, presente en cada acto de violencia. El marero que hoy aparece como «el malo de la película» no se explica por ningún instinto maligno: es expresión social de esa historia de violencias.
Abordar una reflexión seria sobre la seguridad ciudadana y las distintas formas de violencia debe hacernos reflexionar sobre todo lo anterior.
¿Cómo enfrentar la violencia? Con más violencia no. La violencia engendra más violencia. Oponer el amor a la violencia, más allá de buenas intenciones, no sirve. En nombre del amor (lo que han hecho algunas religiones, por ejemplo) se pueden cometer los peores hechos de violencia. Nadie está obligado a amar a otro, pero sí a respetarlo. La única barrera posible a la violencia es la ley. Es decir: fijar normas sociales que regulen la vida.
La ley nos aleja del caos, de la violencia. Respetar normas sociales nos permite vivir en una sociedad. Las leyes no siempre son justas (la propiedad privada es ley, ¿es justa?), pero no se puede vivir sin normativas que ordenen la vida. Las leyes, muchas veces justifican y normalizan injusticias. Construir un mundo menos violento es construir un mundo con mayor justicia.
Quizá la violencia no se pueda terminar. Siempre habrá hechos de violencia «locos»: el asesino en serie, el violador, conductas que habrá que explicar por la psicopatología. Pero la violencia de hoy: hambre, racismo, machismo, guerra, impunidad, exclusión, delincuencia, tiene que ver ante todo, con las injusticias. Prevenir la violencia es achicarle el espacio a las injusticias.
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