Como miembros de comunidades que nos superan en tamaño e importancia, somos seres multidimensionales. En 1949, el sociólogo inglés Thomas Humphrey Marshall definió las primeras tres formas de ser un ciudadano (civil, política y social) como derechos adquiridos en el tiempo frente al aparato estatal.
Las ciudadanías civil y política aluden a los derechos individuales o humanos de primera generación, como la libertad, la propiedad, la circulación o el voto[1]. La ciudadanía social o socioeconómica sería esa que nos ofrece un mínimo de condiciones de bienestar más o menos equitativas para que no dependamos de la suerte, sino de la reflexión moral y de las decisiones libres.
En su ferviente idealismo, Marshall quiso colocar la economía capitalista al servicio consciente del cuerpo político, por lo que articuló el elemento socioeconómico de la ciudadanía en armonía con sus elementos civiles y políticos. Para él, el capital, las instituciones democráticas y el bienestar humano podían y debían convivir.
No obstante, encontramos que hoy la ciudadanía social está en crisis. La teoría de Marshall no se cumplió por falta de un elemento esencial. Así, proponemos la idea de ciudadanía espiritual.
Hemos sido testigos de cómo el ciudadano civil —que demanda respeto a sus derechos individuales— y el ciudadano político —que elige y es elegido— han sido centrales en la narrativa del estadista, sobre todo a partir de la década de los 70. En contraposición, los derechos sociales han quedado relegados a una mera declaración de ideales[2].
¿Y lo espiritual? De ello ni se habla. Eso es tabú.
Su dimensión ha sido desplazada a la periferia en toda actividad humana. La ciencia la descarta por falta de evidencia, la literatura la usa como mero dispositivo narrativo, el mercado la caricaturiza en pos de maximizar rentas y la política la expulsa de su espacio como un error de estrategia.
Pero ¿desde cuándo el amor es susceptible de estrategia?
Y es que altos déficits de empatía y de solidaridad, aunados a una devoción ciega por la empresa privada y a la normalización de prácticas politiqueras, nos han paralizado como comunidad, pues, mientras uno sufre, sufrimos todos. En economía o en política se afirma directamente que las cosas del espíritu son irrelevantes, externas, casi un capricho místico. Pero no hay nada más relevante para una ciudadanía plena que el amor, el perdón y el servicio desinteresado. El otro también tiene derecho a nuestra empatía y compasión. Y todos tenemos derecho a conectar.
Sin una ciudadanía espiritual robusta y vigorosa se prevé muy difícil habilitar una ciudadanía social, pues ella depende tanto de las instituciones como de la solidaridad entre semejantes. Y sin ciudadanía social no podemos ejercer nuestras libertades civiles y políticas. ¿Cómo ser libres sin insumos mínimos?
El resultado ha sido un grupo masivo de personas que viven por debajo de su potencial mientras los recursos de todos se ven concentrados en bodegas privadas. Sí, porque el libre mercado, las dinámicas todopoderosas de la propiedad privada y el Estado de derecho así lo dispusieron. Pero esta es una justicia incompleta ante la cual no nos debemos conformar. Yo no acepto este destino.
Recordemos que, lo veamos así o no, nos movemos más por química esencial que por el raciocinio entre Homines œconomici. En la casa, por fidelidad. En el trabajo, por pertenencia. En la calle, por empatía. En la política, por propósito.
Pero permanecemos inconscientes e indiferentes ante lo intangible.
Nuestra prioridad más urgente debe ser alcanzar un equilibrio más o menos estable entre las cuatro dimensiones ciudadanas. El primer paso puede ser dar sin esperar nada a cambio. ¿No es cierto? Desaparecer uno en favor del espacio mancomunado.
Porque no tenemos que ir a la iglesia o tener una religión para conectarnos con los aspectos que nos hacen más humanos. Entendamos que permitirnos ser vulnerables en un mundo tan deshumanizado sería nuestra máxima fortaleza.
Y que desde lo más íntimo, dentro de nosotros, podemos construir utopías hacia afuera.
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[1] Los únicos derechos que valen para ciertos grupos que se llaman a sí mismos republicanos o prorrepública, sin entender esa idea en toda su expansión y riqueza histórica.
[2] Es más: en contextos políticos latinoamericanos, la palabra social suele conllevar cargas negativas. Por eso el Estado de derecho es virtud y ley, mientras que el Estado social de derecho es un fantasma peligroso, antinatural, seguramente de padre cubano y madre venezolana.
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