Se ha dicho muchas cosas en el actual proceso electoral, la mayor parte de ellas enfatizando todas las condiciones adversas sobre las que se generó el proceso electoral: el cierre de espacios democráticos, la multiplicación de las opciones que defienden los intereses del sistema, la cooptación de la institucionalidad que amenazaba la limpieza de las elecciones, y así sucesivamente. Algunos analistas se atrevieron a decir que ya todo estaba perdido, que la elección ya estaba cocinada y que no había ya alternativa real por la vía electoral, especialmente si se consideraba la forma en que muchos ciudadanos votaban: unos movidos por el clientelismo, otros por el razonamiento que intentaba minimizar el daño votando por el «menos malo», y algunos otros simplemente intentando no »desperdiciar” su voto en opciones intrascendentes, aunque fueran consideradas buenas.
Contrariamente a esta opinión pesimista, con un grupo de colegas analistas decidimos plantear un argumento cualitativamente diferente que más bien posicionaba la idea de que cuando priva la desesperanza, el ciudadano simplemente se acomoda a esta tendencia negativa, por lo que probablemente era esa motivación negativa la que hace que el ciudadano abandone sus convicciones para votar por opciones malas. Desde esta perspectiva, la idea fue transmitir la idea de que no todo estaba perdido, que en la oferta electoral de 22 candidatos que finalmente participaron, había opciones cualitativamente mejores al resto por las cuales se podría votar.
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Armados con este discurso esperanzador, se desarrolló un acompañamiento intenso y fructífero que nos llevó a muchas comunidades del interior de la república, donde la ciudadanía intentaba afanosamente encontrar las razones para creer en una esperanza. De forma inesperada, contra todo pronóstico, las primeras horas del conteo de votos arrojó una agradable sorpresa: aparecía en las dos primeras posiciones un partido y un candidato identificado como de los mejores en la contienda electoral, algo que ni siquiera se anticipaba, ya que ninguna encuesta lo había anticipado de forma previa. En el momento de escribir estas líneas aún no tengo el dato completo (apenas se lleva menos del 50 % de los votos), pero los resultados preliminares nos confirman que movilizar la esperanza pudo haber significado la diferencia en el actual proceso electoral.
Lamentablemente, las llamadas «opciones progresistas» una vez más, no estuvieron a la altura de las circunstancias. Lejos de acuerparse entre sí, respetando sus posiciones, decidieron hacer todo lo posible para confundir y dividir el ansia de cambio de los ciudadanos, lo cual me parece una clara miopía. Uno de esos partidos llamó a desmovilizar al ciudadano, pidiendo el voto nulo, mientras que los otros tres se dedicaron a atacarse entre sí. Aunque los votos no se pueden sumar de manera automática, si se hubieran unido todos los partidos progresistas en la elección presidencial, otro escenario se hubiera presentado: entre los tres candidatos que participaron, acapararían el 17.98 % de los votos, sin contar el número de votos que se anularon que pudieran haberse movilizado para esta opción, con lo cual hubieran superado con creces al voto de Sandra Torres, que a esta hora es de 15.02 %. SI al final, prevalecen dos opciones malas, la culpa será de los partidos supuestamente progresistas, ya que el ciudadano hizo su tarea: movilizarse para elegir no al menos malo, sino al que consideraba cualitativamente mejor.
La otra idea central es que los ciudadanos están entendiendo también que votar a ciegas en las listas de diputados también es un error, por lo que está también la esperanza de que haya más diputados de oposición para la legislación 2024-2028. Ojalá que al final de la jornada electoral 2023, los actores que anhelamos un cambio aprendamos las lecciones que este proceso electoral nos está brindando, de manera que empecemos a trabajar en las condiciones que permitan cambiar el panorama electoral para los próximos años.
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