Las transiciones no son fáciles. Ante la incertidumbre, el costo personal del proceso y el miedo a que el resultado no sea el esperado preferimos no renunciar a la comodidad y aceptar cierto grado de frustración, que justificamos con razonamientos absurdos. Queremos un mejor país, pero si no nos toca a nosotros desgastarnos para lograrlo. Solo si no hay riesgos o no nos duele somos consecuentes con nuestras exigencias. Cuando nuestra comodidad material, social y afectiva se ve amenazada, tendemos a ignorar los principios que creemos tener y que promovemos para mantenerla intacta. En realidad, quienes gozamos de mayor bienestar tenemos menos que perder en estas transiciones, que muchas veces nosotros mismos asfixiamos en sus etapas tempranas porque creemos que arriesgamos más que otros. La coherencia cuesta, y en un país con la impunidad estructural y normalizada es fácil evadir responsabilidades y obligaciones para garantizar nuestras comodidades.
El incumplimiento de los acuerdos de paz, que se firmaron hace 20 años, es una muestra clara de hasta dónde estamos dispuestos a llegar con tal de evitar las transiciones que requieran trabajo y sacrificios. No hemos tenido un verdadero proceso de reconciliación. La paz viene de la justicia. La justicia —más allá de la justicia transicional, que no deja de ser importante— nace del perdón. El perdón solo puede ser otorgado por el ofendido. La reconciliación solo puede surgir del ofensor desde el verdadero arrepentimiento. Estamos estancados pensando que, si ignoramos lo sucedido, todo se solucionará y olvidaremos lo que pasó. Esa inmadurez de no querer vernos al espejo, de no asumir responsabilidades, de querer los resultados sin esfuerzo alguno ni involucrarnos, continuará agrandando las brechas y fragmentando nuestra sociedad con los conflictos que nos mantienen enfrentados y paralizados.
Tenemos una piedra en el zapato y tomamos analgésicos para aliviar el dolor, cuando lo que realmente necesitamos hacer es detenernos y quitarnos el zapato para sacar la piedra. Lo vemos también en la evasión fiscal y en el trabajo de instituciones como la SAT, el MP y la Cicig, que comienzan a dar algunos resultados. Sí, con muchos fallos aún, pero caminando en la dirección correcta. Queremos seguridad, justicia, infraestructura y servicios públicos adecuados, pero no pagamos impuestos. La respuesta que más escucho es que para qué pagar impuestos si se los van a robar. Un argumento incoherente con nuestras exigencias y expectativas. ¿Por qué no comenzar por nosotros mismos? ¿Por qué no hacer al menos lo que nos toca antes de blindarnos con excusas para no renunciar a la comodidad acostumbrada? Queremos una cultura de legalidad, pero no queremos responder ante la justicia por los delitos que pudimos cometer o aplaudimos la justicia selectiva cuando juega a nuestro favor. Esto lo vemos también hasta en las cuestiones más cercanas, como conducir bajo los efectos del alcohol o no pagar las prestaciones de ley a los trabajadores.
Estamos en transiciones importantes —algunas muy dolorosas— que pueden llevar a esos cambios que necesitamos con urgencia en Guatemala. Sin olvidar el aspecto humano y con la empatía que estas situaciones merecen, tenemos la oportunidad de romper círculos viciosos y estructuras excluyentes e ilegales, con lo que eso implique para cada uno de nosotros. Es cierto que lo hecho hecho está: no podemos cambiar el pasado. Sin embargo, es muy inmaduro, iluso e irresponsable acomodarnos en los efectos de los analgésicos, de los cuales muy pocos podemos tomar para no sentir el dolor agudo y profundo de cada paso que todos, como país, nos vemos obligados diariamente a dar.
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