Todos, absolutamente todos ellos, tienen cara como de que les fascina el fresco. Si tuviéramos que encontrar una característica que les una, alguien podría decir que son sus grasosas e idénticas corbatas, otro diría que son los estigmas de las fiestas de fin de año –rostros hinchados, bolsas bajo los ojos, ligero temblor de las manos y la mirada perdida en un horizonte inalcanzable.
A mí lo que me parece que les agrupa es esa tristeza profunda que suelen tener algunas personas.
No puedo aventurar que sean adictos, no sería capaz de acusarles de nada por el estilo. Lo parecían, quizá. Pero solo eso. Quizá sea que los adictos compartimos ciertos códigos, señales y guiños que podemos reconocer entre nosotros.
Para ese momento ya tenía yo tres días sin haber fumado y miraba a los fumantes por la calle con ojos de deseo.
Borges nos habla del Zahir, cuya imagen, cuya idea fija se instala en nuestra mente hasta enloquecernos. Algo que no podemos olvidar o, peor aún, en lo que no podemos dejar de pensar. Y, supongo, esa obsesión por una idea, por una sensación, es la raíz y explicación misma de la adicción.
A lo largo de mi vida, en mi primera juventud sobre todo, probé –casi– todos los venenos de mi tiempo y tuve la increíble fortuna de quedarme con mi primer amor, con la adicción que es más socialmente aceptable, aunque quizá sea una de las más dañinas para la salud.
Durante diez o doce años fumé. Al principio lo hice con la insolencia con que los adolescentes, los descarriados sobre todo, echan humo en la cara de la autoridad, la moral y las buenas costumbres.
Después fue un amigo inseparable. Una muleta y una cadena hasta que un día lo dejé para siempre. O eso pensaba. Aguanté casi un año a una mujer que fumaba como un chivo y no recaí hasta que vine a vivir en la soledad del desierto.
Debe de ser que estando solo no hay a quien darle cuentas, no se siente la vergüenza de haber recaído y los nuevos conocidos que vas haciendo no saben que cada cigarro que fumas tiene sabor a derrota, aún con el infinito placer que sientes mientras el humo se abre camino por los bronquios, llega a tus pulmones y la nicotina se disuelve en tu sangre llevando esa sensación de bienestar y olvido a cada una de las partes de tu cuerpo. Hubo veces, sobre todo por las mañanas, en las que tenía que quedarme sentado un rato después del primer tabaco, asimilando la dicha de su poder.
Solo escribir eso hizo que me temblaran las manos, se me acelerara el pulso y se me pusiera la boca seca primero y muy mojada después. Me siento como un perro de Pavlov.
Y durante un tiempo me fue bien. Fumaba de vez en cuando, con algún colega en la estación alguna noche de turno, con algún colega en algún evento noticioso. Estaba tratando de no comenzar, de no recaer. Era, no sé, como una victoria. Pensé que podía tener una relación adulta con el tabaco, que íbamos a ser amigos pasados los años tras una larguísima relación de abuso mutuo.
Aún recuerdo el momento en que se encendió ese switch en mi cerebro. Es una sensación indescriptible para quien no la ha experimentado. Hay un antes y un después y ocurren cosas como sentir una sensación de alegría inusual por la posibilidad de ver a alguien que probablemente nos cae mal pero puede que tenga cigarros.
Al final, terminó ganándome la partida. Si algo bueno tiene la histeria anti tabaco en este país es que todos los adictos están juntos, fumando a pocos metros de las entradas de los hoteles, aeropuertos y centros comerciales. Así es más fácil caerles, como cuando las gacelas se juntan en el ojo de agua y el cocodrilo termina comiéndose una.
Hay que verlos, estudiarlos y caerle al que presente más oportunidades de separarse de un cigarrillo. Superar la vergüenza de mendigar un cigarrillo es uno de los pasos más importantes que un adicto que no quiere comprar un paquete entero puede tomar. A partir de ese momento, se abren las puertas para fumar ya no solo cuando te encuentras con un amigo o conocido sino cuando te apetece. Puedes fumar más y aún así no comprar una cajetilla completa, el paso final para definirte como fumador, la capitulación definitiva ante el tabaco.
La relación del adicto con su vicio es de vergüenza y complicidad. Mi lenta progresión hacia la recaída me llevó a esconderme de mis hijos y de mi familia. Lo hacía bajo la ilusión de que no se darían cuenta, como no me di cuenta yo a partir de los siete años de que mi mamá fumaba Casinos mentolados.
A mentirle a mi novia y a iniciar una relación paralela con el tabaco, una relación en la que solo los cigarrillos y yo parecíamos entendernos. Y eso que no estaba fumando ni una fracción diminuta de la cantidad de nicotina que consumía en los días en que podía echar un anillo de humo dentro de otro y dentro de otro más.
La prohibición de vender tabaco suelto en Estados Unidos me habría llevado eventualmente a comprar una cajetilla de no ser porque encontré un sitio en Nuevo México en el que venden cigarros sueltos de manera ilegal.
Es una tienda justo en la frontera, una especie de supermercado que vende pan mexicano y tiene una carreta de burritos y flautas afuera. Casi siempre que me dejaba caer por allí encontraba hombres envejecidos comprando una cerveza, una lata de frijoles o sopa y uno o dos cigarros sueltos.
Cuando no podía ir a mi tiendita, seguía acechando a compañeros de trabajo y desconocidos por igual.
Es en los países miserables como Guatemala donde se puede comprar el vicio por abonos. Y venden los cigarros de uno en uno, para que los niños puedan reunir ese quetzal que vale un Rubios y los adictos podamos hacernos a la idea de que todo está bien, que solo este cigarro fumaremos y que no estamos comprando el paquete completo.
Y no deja de ser curioso que haya sido en Guatemala donde compré esa cajetilla que me hizo darme cuenta de que había llegado el momento de enfrentar los hechos y decidir qué haría en lo sucesivo.
Como el Zahir de Borges, el tabaco ocupa cada uno de mis pensamientos. Cuando me imagino a mí mismo, haciendo cualquier cosa en el futuro, me imagino instintivamente con un cigarrillo en la mano. Y ahora que lo pienso nunca dejé de hacerlo, aun años después de haber dejado de fumar, no hubo un solo día en que no lo extrañara. No pasó una comida en la que no deseara fumar un cigarrillo tras el café, un día en que no sintiera como si algo hacía falta en el rompecabezas.
Para los adictos que lo hemos dejado (ahora tengo una semana de haberlo hecho) la vida es una añoranza. Es la certeza de que no podemos, no debemos, volver a vernos con quien tanto placer nos da. Vamos con un pedazo de la vida roto, con un vacío que se compara con la tristeza de haber perdido a alguien querido.
Y cuando cedemos, está la culpa. La vergüenza de no poder manejarlo como el resto de las personas, de ser esclavos de nuestro vicio.
Supongo que los marimbistas se habrán reencontrado esa tarde con su vicio, pero solo lo supongo. Yo, por mi parte, trato de decirle adiós porque ya me di cuenta de que para mí no hay hasta prontos.
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